jueves, 11 de mayo de 2017

La corrupción es sistémica


Los últimos episodios de corrupción conocidos por la opinión pública y que han saltado a las primeras páginas de los medios de comunicación no constituyen un caso aislado, sino la punta de un iceberg que refleja la existencia de un problema sistémico en la democracia española. Esta situación tiene dos efectos letales. Por un lado, su impunidad mina la legitimidad de la democracia; por otro, provoca una ineficiente asignación de los recursos, daña el desarrollo del sector privado y es lesiva para el crecimiento. La ciencia política y la sociología han realizado sugerentes aproximaciones para entender ese fenómeno pero, en las últimas cuatro décadas, el análisis económico y los trabajos empíricos han proporcionado una brillante y contundente aportación para explicar sus causas y sugerir remedios para combatirla.

En sentido estricto, se entiende por corrupción un contrato expreso o tácito en virtud del cual alguien que ejerce tareas públicas o desempeña una actividad con incidencia sobre la asignación de recursos públicos utiliza su autoridad para obtener beneficios privados, sean de naturaleza monetaria, de estatus o de poder. Con su impropio comportamiento, el corrupto incumple su deber de ejercer su función de acuerdo con el interés general o, para ser preciso, con lo establecido por la ley. Este es el fondo de todas las relaciones contractuales basadas en la corrupción y el elemento central para comprender su origen y su desarrollo. En términos económicos es, además, una contrastación empírica de la famosa Ley de Say, a saber, la oferta potencial de corrupción crea su propia demanda. Ante este panorama, la pregunta es qué hacer.

Las propuestas basadas en la necesidad de incrementar la moralidad de los políticos-burócratas o la apelación a la misma para evitar la corrupción son deseables y comprensibles, pero son ineficaces. Los individuos en el sector público y en el privado persiguen sus propios intereses y, en consecuencia, tenderán a maximizarlos dentro del sistema en el que despliegan su actividad. Personas honradas y de moralidad intachable, inmersas en un entorno institucional deficiente, son capaces de cometer cualquier fechoría, mientras gente con escasos escrúpulos morales se inclinará a comportarse de una manera impecable si las reglas dentro de las cuales opera les fuerzan a ello.

En el ámbito específico de los partidos políticos, las medidas clásicas para prevenir prácticas corruptas -léase, la limitación de las donaciones dinerarias recibidas por ellos, el endurecimiento de las incompatibilidades, la creación de códigos de conducta, los controles internos, las auditorías externas, las listas abiertas, etc.- son tan bienintencionadas como ineficaces. No sirven para eliminar o recortar la corrupción de modo sustancial. Los corruptos siempre tendrán potentes alicientes para eludirlas, si ello les permite lograr lucrativas ganancias. Además, la ilegalidad de sus horas extraordinarias eleva la tasa de retorno de las mismas al elevar el riesgo en el que se incurre. Es la lógica propia de cualquier mercado negro.

Como el cáncer, si no se toman medidas para prevenirla o no se la extirpa de raíz, el sistema se destruirá

La experiencia muestra que la corrupción es proporcional a la extensión de la esfera de actuación de los poderes públicos. Cuanto más poder tienen los gobiernos para generar costes o beneficios privados con sus decisiones, mayor es el riesgo de corrupción. Por ejemplo, basta mover una línea de un Plan de Ordenación Urbana o hacer a la carta los pliegos de una concesión administrativa para proporcionar pingües ganancias a los ganadores y un importante lucro cesante a los perdedores. Esto fomenta el desarrollo de una industria extractiva: la de los buscadores de rentas del sector privado y del público. En España, los principales focos de corrupción se han producido en los ayuntamientos y en las autonomías, que han visto aumentado de manera radical su poder con la descentralización de las competencias estatales. Al mismo tiempo, las prácticas corruptas han tenido una extraordinaria propagación en sectores como el urbanístico, en donde las facultades discrecionales de las administraciones son muy altas. Por tanto, la disminución del tamaño del Estado y del intervencionismo administrativo son dos elementos básicos para combatir la corrupción. Por eso, los países con menor corrupción son aquellos con mayor libertad económica (ver Corruption Perceptions Index 2016, Transparency International).

Por otra parte, la propensión de los políticos y de los burócratas a realizar contratos corruptos aumenta cuando se reduce el riesgo de que sus autores sean perseguidos, atrapados y castigados. Por ello, otro elemento disuasor básico es incrementar los costes de incurrir en ella. Los métodos para conseguir ese objetivo son muy variopintos y van desde el endurecimiento de las penas a los corruptos, incluida la cadena perpetua para quienes no devuelvan el dinero robado, hasta la confiscación de sus bienes para quienes hayan incurrido en casos de corrupción. No hay porqué acudir a medidas de excepción. El Estado de Derecho tiene los instrumentos suficientes para batallar contra la corrupción: la ley, el mercado y las instituciones.

En la lucha contra la corrupción, la despolitización de los organismos de control del Estado, del Gobierno y de la Administración sería de una inestimable ayuda. Todas las entidades cuya misión es controlar el poder -Tribunal Constitucional, Consejo General del Poder Judicial, Tribunal de Cuentas, por citar tres instituciones emblemáticas- están dominadas y/o condicionadas por aquellos a quienes han de vigilar. Son una expresión bien de la mayoría coyuntural nacida de unas elecciones cuando el Gobierno cuenta con los votos precisos, bien de un reparto de cuotas entre los partidos cuando es necesario obtener la mayoría cualificada precisa para nombrar a los miembros de esos organismos. Esto supone, valga el casticismo, poner al zorro a cuidar el gallinero.

La corrupción se ha convertido en uno de los factores detonantes de la deslegitimación de la democracia en España. Como el cáncer, si no se adoptan medidas para prevenirla o, sorteadas éstas, no se la extirpa de raíz, el sistema político terminará por verse socavado y, en el extremo, destruido. La democracia es el gobierno de la opinión y no puede sostenerse si los ciudadanos la perciben como un instrumento para el enriquecimiento de los hombres públicos y de sus clientelas. Cuando esto sucede, las bases de su legitimidad saltan en pedazos y el caldo de cultivo para las opciones antisistema se dispara. Para evitar esa última deriva, resulta imprescindible aplicar todo el peso de la ley a los corruptos y establecer un marco institucional que, si no la elimine, al menos la convierta en una excepción en vez de la regla.

Escrito por LORENZO B. DE QUIRÓS. Extraído de El Mundo:
http://www.elmundo.es/economia/2017/04/30/5903769ce5fdeae24f8b4598.html

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