martes, 17 de mayo de 2016

Los Almogávares fueron los guerrilleros más temidos de la Edad Media

De las cenizas de una civilización a punto de ser arrasada nació una gente al igual que los primeros brotes que se abren paso después de un incendio devastador, con un ímpetu vital desbordante estaba dispuesta por todos los medios a recuperar lo que era suyo. Gentes que cambiaron el mundo y el tiempo a través de la acción directa, que eligieron el camino más difícil pero a la vez el más gratificante. Gentes que triunfaron renunciando a la seguridad por la libertad y a la comodidad por la victoria… pues fueron los vencedores.


En altas montañas


Montañas que separan Aragón de Francia

Toda historia real suele tener detrás una explicación de leyenda que trata de explicar su inicio, y si bien suelen ser ciertamente fantasiosas, rara vez les falta un transfondo de veracidad si sabemos leer y entender más allá de lo escrito. La de estas gentes, según una vieja historia contada de generación en generación en el Alto Aragón, comenzó en un pueblo de la Ribagorza, llamado Riguala, en el Pirineo aragonés. Allí, rodeado de picos de miles de metros vivía Fortuño de Vizcarra, junto a su mujer y su hijo pequeño. Su vida, a pesar de la dureza del clima y de su trabajo, transcurría apacible salvo por algo que cada vez le inquietaba más a sus habitantes: se comentaba que los moros estaban acercándose, que se habían hecho fuertes en Huesca, aunque nadie esperaba que pudiesen llegar a su hogar, en tales escarpadas montañas.

Nadie hasta que en 721, un caudillo musulmán llamado Ben Aware comenzó con sus incursiones por tierras ribagorzanas, arrasando el pueblo y matando a su familia en su vano intento por defenderse, mientras él se encontraba cazando. Se cuenta que al bajar al pueblo, verlos muertos y con todo su mundo completamente destruido, se retiró a las montañas que tan bien conocía y a partir de entonces se dedicó a sembrar el terror entre los invasores, junto a más hombres en similar situación que se le unieron. Se les atribuían todo tipo de crueldades y los musulmanes los llamaron “al-mugāwir “, en árabe “los que llevan el caos“, que daría lugar al nombre con el que serían conocidos en la historia: almogávares.



Guerrilleros primitivos pero suficientes

Aunque sea poco probable que Fortuño realmente existiera, este cuento nos da pistas sobre sus motivaciones y su surgimiento en las sierras pirenaicas, lugares poco propicios para la agricultura y en los que la única económica rentable era el pastoreo en los valles, ahora ocupados por los musulmanes o demasiado peligrosos al estar sujetos a sus ataques. A sus habitantes no les quedó otra opción que exiliarse hacia tierra cristiana o refugiarse en las montañas y hacer del saqueo contra el invasor su modo de vida. Los que decidieron hacer esto último, tras varias generaciones adaptados este nuevo tipo de vida acabaron por no saber vivir de otra manera que no fuera luchando, dando origen a los almógavares, y progresivamente fueron pasando de ser simples grupos de bandoleros a unas unidades militares respetadísimas a lo largo y ancho del Mediterráneo, como veremos más adelante.

La primera mención histórica de almogávares la encontramos entre 1150- y 110, cuando el rey Alfonso I de Aragón trajo un grupo de “gente muy versada en la guerra y muy ejércitada en ella, que llamaban almogávares” para que defendieran la fortaleza de El Castellar, en el contexto de la reconquista de Zaragoza.

Este modo de vida no se quedó en Aragón, sino que se extendió a todas las zonas fronterizas con tierras musulmanas a medida que la línea iba bajando hacia el sur: muy pronto también entre los catalanes, algo después en los castellanos, y más tarde entre portugueses, valencianos y murcianos.

En un tiempo en el que en las tierras musulmanas los musulmanes de origen árabe y bereber detentaban el poder y todo lo que ofrecían al pueblo ocupado era la conversión al islam y renunciar a su identidad para ser ciudadanos de segunda clase o mantener la religión y la identidad a cambio de ser ciudadanos de tercera y pagar más impuestos, hubo quienes se negaron a cualquiera de estas opciones y optaron por una aún más difícil: la del almogávar. Dejaron las ciudades y pueblos y se organizarían en las inaccesibles e inhóspitas montañas y en los amplios bosques de Iberia, de facto tierra de nadie, donde se hicieron fuertes y se conviertieron en sus verdaderos dueños. En tierras cristianas muchos después de ver sus cosechas arrasadas y sus familiares y amigos asesinados y reducidos a la esclavitud por parte de los moros, o huyendo del arado y el rígido sistema feudal, optaron por el mismo camino; la rebelión y la guerrilla

Temidos y admirados

Estas gentes que llaman almogávares no viven más que para el oficio de las armas. No viven ni las ciudades ni en los pueblos, sino en las montañas y los bosques, y guerrean todos los días contra los sarracenos: entran en sus territorios una o dos jornadas, saqueando y tomando cautivos; y de ello viven. Soportan condiciones de existencia muy duras, que otros no podrían resistir. Pueden estar dos días sin comer si es necesario, comerán hierbas de los campos sin problema. Los adalides que los guían conocen el país y los caminos (…)Y son muy fuertes y rápidos, para huir y para perseguir.


Bernat Desclot (autor: Augusto Ferrer Dalmau)

Los almogávares como hemos visto, tenían como modo de vida las correrías contra territorio enemigo. Esto implicaba la imposibilidad de tener hogar fijo y la necesidad de usar un armamento ligero, así como de estar en buenas condiciones físicas y de conocer a la perfección su entorno. Gracias a eso podían moverse ágilmente durante sus razzias, que podían durar dos o tres días a través de territorio enemigo antes de llegar a pueblos con botín apetecible, y que eran realizadas por grupos autónomos y pequeños, de cinco a quince hombres, para así contar con el factor sorpresa. De ahí su estructura jerárquica tan simple, formada por soldados comunes, oficiales (almocadenes) y cabecillas (adalides).

Esta forma de vida, en continua lucha en territorio enemigo, dio lugar a que los almogávares fueran experimentados guerreros, con excelente conocimiento del terreno y del enemigo musulmán, lo cual hizo que rápidamente los reyes cristianos se fijaran en ellos para sus guerras de expansión en la Reconquista y trataran de ganárselos a su favor equiparando el cargo de adalid al del caballero (baja nobleza) y eximiéndoles del pago de impuestos.

Pronto serían contratados para reconocer el terreno por donde avanzaban los ejércitos, acosar al enemigo, atacar por sorpresa sus guarniciones e interceptarles sus convoyes, así como para misiones de espionaje y de vigilancia. También para formar parte de la infantería de los ejércitos, conservando siempre su autonomía respecto del resto, y participando en infinidad de batallas y de campañas militares contra los musulmanes. Los encontraremos en las Navas de Tolosa, en la conquista de Valencia, en la de Mallorca, y en la de Córdoba. Sabremos de ellos fuera de España luchando en Cerdeña, en Túnez y en Sicilia, en el contexto de la expansión comercial y militar aragonesa por el Mare Nostrum.

Para principios del XIV ya se habían convertido en una tropa reconocida en todos los países de la costa mediterránea y fueron contratados en lugares tan lejanos como Bizancio o Serbia.  Allí, en el lejano y moribundo Imperio Romano de Oriente alcancarían la cúspide de su fama.


Desperta ferro

¿Dios mio, en qué acabará esto? Hemos tropezado con diablos pues los que despiertan el hierro, parece que han de pelear con mucho valor. Gaultier de Brienne -



Batalla de Halmyros

Los almogávares eran una tropa muy peculiar en su época, ya que contrarios al ideal vigente de la caballería pesada, preferían luchar a pie, sin apenas protección y con armamento ligero. Generalmente iban armados con una de lanza corta (azcona), dos venablos que arrojaban con tanta fuerza que podían atravesar los escudos enemigos, un cuchillo largo (coltell) y a veces, como única defensa, un pequeño escudo.

Vestían con ropas muy simples, como camisones y calzas de cuero, y llevaban la barba crecida, que les daba una apariencia primitiva y desharrapada.  Llegaron a decepcionar a sus aliados: cuando desembarcaron en Palermo deprimieron a su población, que esperaba ver a un ejército bien pertrechado y de buen aspecto que les librase del dominio francés y lo que se encontraron fue gente “sudada, mal vestida y ennegrecida por el sol, a los que menospreciaron”.

Otro de sus rasgos identificativos era su ritual momentos antes de entrar en batalla. En el 1300, cuando la Corona de Aragón se disputaba Sicilia con Francia, al amanecer las tropas francesas formadas por caballería comenzaron a avanzar hacia la posición defendida por unos almogávares, y éstos al verlos comenzaron a gritar “Desperta ferres!” (“¡despertad los hierros!” en catalán medieval) mientras golpeaban con la punta metálica de las lanzas contra las piedras, provocando así una marea de chispas que en medio de la oscuridad junto con los gritos de guerra aterrorizaron a sus enemigos. La batalla, después de un encarnizado combate que tardó en decidirse, se saldó con una victoria almogávar. Solo cinco caballeros franceses habían sobrevivido.

Sus tácticas también era una innovación para la época: cuando se enfrentaban a la caballería su estrategia consistía en centrarse en matar primero a los caballos, ya fuese arrojándoles sus venablos a distancia o destripándolos con sus cuchillos, para momentos después con el caballero en el suelo asesinarlo con su coltel. Hay constancia de que incluso llegaron a modificar el campo de batalla en Halmyros (Grecia) para frenar un ejército francés de caballería muy superior en su número desviando el curso de un río cercano para anegar la llanura y luego recubrir la zona empantanada de hierba: cuando los franceses cargaron contra ellos, sus caballos quedaron atrapados en el fango, siendo así presa fácil de los almogávares. Esta batalla fue considerada de las más míticas en su época y supuso una gran humillación hacia Francia, que además de perder a la mayor parte de la nobleza asentada allí perdió el control sobre sus posesiones en Grecia y los Balcanes. Con los almogávares, el hombre de a pie destruía al caballero.


Éxtasis, Gloria, Victoria.

Roger de Flor y los mercenarios almogávares saludan al emperador bizantino en Constantinopla (José Moreno Carbonero).

En España su contribución a las guerras de la Reconquista fue vital, especialmente en la mitad oeste. No es por eso que son legendarios y recordados; el culmen de su fama lo alcanzaron lejos de su España, en el Mediterráneo Oriental. Allí muchos de ellos fueron contratados por el emperador bizantino con el objetivo de expulsar a los turcos de Anatolia, que se habían convertido en una grave amenaza. Durante dos años recorrieron el sur de la actual Turquía derrotando a todos los turcos que salían a hacerles frente hasta llegar a la frontera de Armenia, hasta que el hijo del emperador bizantino, temeroso de que pudiesen hacerle sombra o incluso llegar a controlar el imperio, asesinó a sus principales líderes (entre ellos, el ex templario italoalemán Roger de Flor) y ordenó el exterminio de los almogávares, aunque éstos consiguieron sobrevivir a pesar de todo.

Sabemos que en Andrinópolis quedaban almogávares presos que cuando se enteraron del triunfo de sus compañeros, recuperaron el ánimo y se levantaron contra sus captores. Después de atacar por sorpresa a los carceleros, lograron romper sus cadenas y se encaramaron a lo alto de la torre en la que se encontraban encerrados. Rodeados completamente, comenzaron a arrojar desde arriba todo lo que tenían a mano: piedras, maderas, hierros… mientras los bizantinos, con la ayuda de la población, intentaban asaltar la fortaleza. Al ver que los almogávares no iban a rendirse, los bizantinos prendieron fuego al torreón, que ardió rápidamente y los almogávares vieron que, ahora sí, su final estaba cercano.  Al fin, agotados y después de tratar de apagar el fuego comprendieron que ya nada podían hacer para evitar su muerte, así que se abrazaron para darse el último adiós, se santiguaron y se lanzaron a las llamas.  Aunque eran capaces cometer los más horribles crímenes, al mismo tiempo poseían unos valores y una ética sobre el honor y la dignidad inquebrantables, ni siquiera ante la evidencia de la muerte.

A pesar de haber quedado descabezados y mermados de efectivos, consiguieron resistir y se hicieron fuertes en Tracia -actualmente territorio de Turquía y de Bulgaria-, desde donde declararon la guerra a los bizantinos y durante dos años arrasaron la región de tal forma que aún hoy en día se les recuerda. Ya bien conocidos en la zona por su valor y fiereza, fueron contratados por el duque francés de Atenas, quien cometió el fatal error de no pagarles lo acordado: se rebelaron contra él, derrotaron al ejército francés en la ya mencionada batalla de Halmyros y conquistaron para la Corona de Aragón los ducados de Atenas y Neopatria, que gobernaron durante 80 años rodeados de enemigos y sin ningún tipo de ayuda.

Este fue el cénit de su fama, aunque no acabó ahí. El zar serbio Stefan Dusan también contrató almogávares para su guerra contra Bulgaria en 1330, y en España seguirían estando presentes durante muchos años más, participando en la toma de Gibraltar, la cruzada contra Almería o la Guerra de Granada, aunque en números cada vez menores pues con la frontera con el islam haciéndose cada vez más pequeña, su modo de vida iba perdiendo su significado y motivo de existencia. Tiempos más amables hicieron menos necesarios a los hombres duros.


Nunca rendirse


Corona de Aragón

Si vemos la historia de los almogávares desde su surgimiento hasta su final, podemos concluir que se trata de una victoria sin lugar a dudas. Lo que en principio fueron simples gentes desesperadas, solas y decididas a sobrevivir a toda costa en un mundo en ruinas del cual no aceptaban sus reglas ni su destino, fue convirtiéndose en una tropa temida y con su propio esprit de corps, que no solo se adaptó a sus duras circunstancias sino que las aprovechó a su favor, derrotando primero a los que habían conquistado su tierra y recuperándola, y expandiéndose después por tierras entonces lejanísimas. Moros, turcos, bizantinos, búlgaros y franceses sufrieron el despertar de su hierro.

Ellos, gente de extracción común, derrotaron también a la servidumbre y a la rigidez estamental del Medievo. Eran hombres libres, tenían derecho a no pagar impuestos y sus líderes los adalides, posición a la que cualquiera de ellos podía acceder por sus méritos. Se codeaban con los reyes, quienes los solían tener en estima y premiaron con tierras y títulos, y a los que confiaban su escolta. Su cercanía y confianza llegó al punto de que una vez sin que nadie se lo impidese llegaron dos almogávares  de Lorca rasos a tocar a la puerta de la habitación del mismísimo rey Jaime I mientras dormía para avisarle de que habían avistado un contingente de moros aproximándose a Murcia .Por todo esto, no se consideraban inferiores a la nobleza y jamás agachaban su cabeza ante ellos, quienes solían tenerles cierta inquina: plebeyos desaliñados, malolientes y de apellido común con derechos parecidos a los suyos y favor real, que yendo a pie, con armamento y protección muy pobre eran capaces de enfrentarse y matarles a ellos, considerados prácticamente invencibles con sus caras y ostentosas armaduras y monturas.

Eligieron la opción más dura. Obtuvieron la más grande recompensa.

Extraído del blog Soul Guerrilla: http://soulguerrilla.com/index.php/2015/10/03/desperta-ferro/

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