Don Quijote tiene que cabalgar de nuevo. Es urgente.
Sobre el linaje y nacimiento de Miguel de Cervantes hay una ancha controversia, así que limitémonos a consignar lo más probable. Nuestro hombre habría nacido en el día del arcángel San Miguel (29 de septiembre) de 1547 y fue bautizado en Alcalá de Henares diez días después. Sus padres eran Rodrigo de Cervantes, cirujano, y Leonor de Cortinas. Se ha especulado mucho sobre su ascendencia judeoconversa. Eisenberg la da por segura. Canavaggio la niega. Miguel tenía tres hermanos mayores: Andrés, Andrea y Luisa, y otros tres menores: Rodrigo, Magdalena y Juan. La familia se trasladó a Valladolid en 1551. El panorama no era fácil: el padre cayó en deudas y estuvo preso varios meses… Una herencia familiar les salvó de mayores males, pero los Cervantes vivían sin holguras. Se supone que Miguel cursó sus primeros estudios con los jesuitas. A los diecinueve años está en Madrid, en el Estudio de la Villa. Su profesor es el gramático y sacerdote Juan López de Hoyos, que debía de quererle muy bien, porque incluyó dos poemas de su joven alumno en uno de sus libros. Miguel, por su parte, descubre el teatro, que le fascina. Pero esa vida durará poco, porque enseguida nuestro hombre cambia de piel: se hará soldado. El héroe de Lepanto ¿Por qué Cervantes se hizo soldado? En aquella época eran muchos los que entraban en filas buscando gloria, pero otros lo hacían por necesidad o por escapar de la Justicia. Hay quien dice que Cervantes, con veintidós años, hirió en duelo a un maestro de obras, como atestigua cierta providencia firmada por Felipe II contra un tal “Miguel de Cervantes”. Si ese es nuestro Cervantes, ésta habría sido la razón por la que pasó a Italia justo en esas fechas, aunque sobre ese duelo no hay ningún dato más. Lo que sí sabemos es que hacia 1570, en efecto, Cervantes aparece en Italia como parte del séquito del cardenal Julio Acquaviva. Se da por hecho que en Roma devoró los poemas de Ariosto y los diálogos amorosos de León Hebreo, un sefardita cuya idea neoplatónica del amor iba a influirle poderosamente. Pero ese periodo en el séquito del cardenal iba a durar muy poco, porque en 1571 don Miguel sienta plaza de soldado. Lo hace en el Tercio de Mar, la primera infantería de Marina de todos los tiempos. Cervantes sirve en la compañía del capitán Diego de Urbina, del tercio de Miguel de Moncada. Y la ocasión no puede ser más trascendental: una gran coalición cristiana, liderada por España y comandada por Juan de Austria, se dispone a frustrar los intentos turcos de invadir Italia. Será la batalla de Lepanto. Era el 7 de octubre de 1571. La flota aliada desarboló a los musulmanes. Los barcos españoles e italianos habían salvado a la cristiandad. Y en una de las galeras españolas, la Marquesa, había combatido con mérito un hombre que resultó herido: nuestro protagonista. Así lo dirá pocos años más tarde un documento oficial: “Cuando se avistó la armada del Turco en esta batalla naval, el tal Miguel de Cervantes estaba malo y con calentura. Su capitán y otros amigos suyos le aconsejaron que quedara abajo, en la cámara de la galera. Y el dicho Miguel de Cervantes respondió que qué dirían de él, y que no hacía lo que debía, y que más quería morir peleando por Dios y por su rey, que no meterse so cubierta con su salud. Y peleó como valiente soldado con los dichos turcos en la dicha batalla (…). Y acabada la batalla, cuando el señor don Juan de Austria supo y entendió cuán bien lo había hecho y peleado Miguel de Cervantes, le aumentó cuatro ducados más de su paga. De dicha batalla naval salió herido de dos arcabuzazos en el pecho y en una mano, de lo cual quedó estropeado de la dicha mano…”. Cervantes salió como un héroe de “la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros”, que así definirá en El Quijote la batalla de Lepanto. El apodo de “el manco de Lepanto” deriva de aquella ocasión. No es que le amputaran la mano, sino que perdió el movimiento del miembro por el destrozo en el tejido nervioso. Por otra parte, aquello no puso fin a su carrera militar. Después de pasar seis meses en un hospital de Mesina, volveremos a encontrarle en la expedición naval de Navarino y en las batallas de Corfú, Bizerta y Túnez, entre 1572 y 1573. Sirve bajo la bandera del capitán Manuel Ponce de León, en el regimiento de Lope de Figueroa. Más tarde recorrerá, siempre como soldado, Sicilia, Cerdeña, Génova, la Lombardía y Nápoles. Y fue al volver de Nápoles cuando le ocurrió lo peor que podía ocurrirle: cayó preso de los moros. Una flotilla de piratas berberiscos asaltó su galera a la altura de Rosas, en Gerona. Con Miguel fue capturado su hermano Rodrigo, también soldado. De un cautiverio a otro Los cautivos fueron llevados a Argel, plaza en poder de los turcos. Durante cinco años nuestro protagonista sufrió un penoso encierro con frecuentes periodos de castigo. Héroe en la guerra, Cervantes supo serlo también en el cautiverio. Cuatro veces intentó huir, y las cuatro fue delatado por algún traidor. Si le mantuvieron vivo fue porque, en el momento de su captura, se le habían encontrado unas cartas de recomendación de don Juan de Austria, lo cual hizo pensar a los piratas que se trataba de alguien por quien sería posible obtener un sustancioso rescate. Se puso precio a su cabeza: 500 escudos de oro, una fortuna. Y eso sin contar con el rescate que se pedía por su hermano Rodrigo. ¿Quién podía reunir semejante cantidad? La madre de los Cervantes hizo cuanto pudo por allegar el dinero. Sólo hubo suficiente para Rodrigo. Miguel permaneció preso. Ante sus reiterados intentos de fuga, los turcos decidieron trasladarlo a Constantinopla, lo que era tanto como la muerte. In extremis unos padres trinitarios lograron reunir la cantidad prescrita: 500 ducados de oro. Era septiembre de 1580. El Cervantes que volvía a España era un héroe, pero tenía un problema mayor: debía devolver a sus padrinos el dinero de su rescate. El gobierno le encomendó, entre otras cosas, una misión secreta en Argelia, pero cuando nuestro protagonista solicitó un puesto oficial en las Indias, se lo denegaron. Al mismo tiempo trataba de organizar su vida sentimental, y aquí los sinsabores fueron aún más notables: se lío con la esposa de un tabernero y tuvo con ella una hija, Isabel, a la que reconoció; se casó después con una mujer casi veinte años más joven que él, Catalina de Salazar, y el matrimonio resultó ser un error mayúsculo. Era 1584. El matrimonio durará sólo dos años. A estas alturas la paz estaba resultando un tanto decepcionante para el héroe, pero es entonces cuando Cervantes comienza a tomarse en serio la literatura. En 1585 se publica en Alcalá de Henares La Galatea, una novela pastoril. En ese momento obtiene un nuevo trabajo: comisario de provisiones de la que se conocerá como Grande y Felicísima Armada (o sea, la Invencible). Por su trabajo recorre con frecuencia los caminos de Toledo, La Mancha y Andalucía. Hacia 1590 comienza a escribir una serie de novelas al estilo italiano, es decir, novelas cortas. Sigue desempeñando la tarea de recaudador de impuestos para las empresas bélicas del imperio. En una de estas campañas de recaudación, quiebra el banco que atesoraba el dinero y se acusa a nuestro hombre de haber defraudado fondos. Cervantes termina en la cárcel de Sevilla. No será un encierro largo, pero allí ocurre algo trascendental: aparece en su mente la figura de Don Quijote. La huella de un genio Vapuleado por la vida, siempre cerca de la corte, pero siempre en lugar subalterno, Cervantes se instala en Valladolid en 1604. A partir de este momento, sin embargo, lo que importa ya no es el viejo héroe de retorno desdichado, sino el escritor. En 1605 aparece El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, primera parte de una obra que cambiará literalmente la cultura universal. En 1613 publica en el volumen Novelas ejemplares todas las novelas cortas que había escrito con anterioridad: La gitanilla, Rinconete y Cortadillo, El licenciado Vidriera, etc. Dos años después aparece la segunda parte del Quijote. En ese mismo año de 1615 aparecen sus Ocho comedias y ocho entremeses nuevos nunca representados, entre los que se cuentan sus recuerdos del cautiverio: Los baños de Argel. ¿Vivía Cervantes de sus libros? Evidentemente, no. Pero tenía un mecenas: Pedro Fernández de Castro y Andrade, VII Conde de Lemos, un señor importantísimo que fue presidente del Consejo de Indias, virrey de Nápoles y presidente del Consejo Supremo de Italia, y que protegió sucesivamente a Lope de Vega, Góngora y a nuestro hombre. Al conde de Lemos dedicará Cervantes su última novela: Los trabajos de Persiles y Segismunda, que aparecerá póstumamente. Lo último que escribió Cervantes fue precisamente esa dedicatoria: “Puesto ya el pie en el estribo,/ con las ansias de la muerte,/ gran señor, ésta te escribo…”. Era el 19 de abril de 1616. Cervantes pasaba de los 68 años. Moría el 22 de abril. Sólo un viejo soldado más que se extinguía. Pero aquel soldado había dejado tras de sí una herencia incomparable: Don Quijote. Don Quijote de La Mancha era, en principio, una burla del loco mundo caballeresco, pues los libros de caballerías, con sus delirios y fantasías, eran el género de moda en la literatura popular. Pero la obra de Cervantes es tan compleja y completa, su estilo es tan novedoso, y es tan sugestivo el contraste de la peripecia quijotesca con la vida del propio Cervantes y con la de España en general, que el libro alimentará reflexiones sin cuento a lo largo de los siglos. Para Unamuno, Don Quijote no es un loco, sino un mártir, “el Cristo español”. El japonés Mishima se veía a sí mismo como “un Don Quijote menor contemporáneo”, entusiasmado por la pelea con los molinos de viento. El alemán Jünger profesaba la mayor admiración no sólo por Cervantes, “un hombre que usó con profunda necesidad tanto la espada como la pluma”, sino también por el propio Alonso Quijano, cuyas aventuras siguió muy lejos de cualquier degradación humorística. El inglés Chesterton se pregunta: “¿Ha reflexionado alguna vez en lo estupendo que habría sido que Don Quijote echara por tierra los molinos?”. Y se contesta: “Necesitamos a alguien que se crea capaz de derribar gigantes. Y que consiga derribar molinos de viento”. El mismo Chesterton nos dejó un párrafo que bien puede servir para subrayar la actualidad del Quijote: “Nuestra sociedad ha llegado a desarrollar una burocracia tan inhumana que casi parece espontánea, natural. Se ha convertido en una segunda naturaleza: tan indiferente, remota y cruel como ella. Otra vez regresa el caballero errante a los bosques sólo que, ahora, no es entre los árboles donde se extravía, sino entre las ruedas del maquinismo. (…) Hemos encadenado a los seres humanos a una maquinaria gigantesca y no podemos predecir en qué parte dejará notar sus fallos. La pesadilla de Don Quijote ha encontrado justificación. Porque los molinos de hoy son verdaderos gigantes”. Don Quijote tiene que cabalgar de nuevo. Es urgente. Escrito por José Javier Esparza, extraído de: http://www.elmanifiesto.com/articulos.asp?idarticulo=5369
No hay español culto que no sepa qué es la Leyenda Negra; al menos, en sus términos generales. No hay español inculto que no se haya creído la Leyenda Negra; al menos, en sus términos generales.
La Leyenda Negra es ese relato, o más bien conjunto de relatos, según el cual el paso de España por la Historia ha sido enteramente siniestro: una mezcla nauseabunda de crueldad, fanatismo, violencia e ignorancia, que no ha aportado al mundo nada más que dolor. A la luz de esa idea, todos los grandes episodios que jalonan la Historia de España han sido una calamidad: la Reconquista, una muestra de fanatismo religioso frente al avanzado y tolerante Islam; la conquista de América, una obra de rapiña genocida contra los bondadosos indígenas; las guerras de la Reforma y la Contrarreforma, o la guerra de Flandes, la manifestación de la extrema intolerancia de un pueblo fanatizado –otra vez el fanatismo- y salvaje. Y etcétera, etcétera.
Hay quien dice que la Leyenda Negra, el propio hecho de tener tal, es un rasgo exclusivo español. Y si el río suena… Bueno, esto no es verdad. Es verdad, sí, que el término “leyenda negra” se aplica específicamente, en el ámbito académico, al conjunto de relatos denigratorios hacia España. Pero todos los países que han ejercido una hegemonía mundial o continental se han visto afectados por este tipo de relatos. Basta ver dos películas de Mel Gibson como El Patriota o Braveheart para descubrir que hay una leyenda negra inglesa, donde los ingleses quedan retratados como una difícil condensación de todos los vicios. Hay también, como todo el mundo sabe, una leyenda negra alemana que pinta a los germanos como un pueblo de salvajes asesinos de infinita crueldad. Y hoy se va forjando, aquí y allá, una leyenda negra norteamericana donde los yanquis son unos canallas analfabetos y prepotentes. O sea que España no es el único país que ha sufrido, en uno u otro momento, ese tipo de “leyendas”.
Lo que sí es cierto es que en ningún otro lugar como en España ha terminado perforando esa “leyenda” el espíritu colectivo. Lo malo de nuestra leyenda negra no es que esa imagen haya circulado o circule por ahí, sino que muchos españoles –en ciertos momentos, la mayoría del mundo cultural- la hayan dado por buena. Voy a poner tres ejemplos.
En 1992, España conmemoró el quinto centenario del Descubrimiento de América. La cultura oficial aportó para ello una película sobre la época de la conquista: Eldorado de Saura, es decir, la historia de un asesino demente, Lope de Aguirre, cuya peripecia ya había sido llevada al cine anteriormente con mucha mejor mano –por Werner Herzog- y, lo que es peor, que no es representativa ya no de la Conquista, sino ni siquiera del episodio de Eldorado, donde hay personajes –como Jiménez de Quesada- mucho más relevantes. En plata: la contribución de la cultura oficial a la conmemoración de la conquista fue una condena sumaria –y alejada de la realidad- de la acción de España en América.
Otro ejemplo. Si usted sale a la calle y pregunta por la Inquisición española, no le quepa duda de que recibirá la siguiente respuesta: la Inquisición española quemaba a las brujas en la Edad Media. La realidad, sin embargo, es que en la España medieval no hubo Inquisición –la crearon los Reyes Católicos de nueva planta-, ni se quemaron brujas –las quemas de brujas fueron más bien cosa de la transición entre los siglos XVI y XVII-, y sobre todo: España fue el país de Europa que menos brujas quemó, y ello, precisamente, por el celo de la Inquisición, que aplicó al caso unas investigaciones rigurosamente racionales y descubrió que, en la inmensa mayoría de las acusaciones, todo era una superchería.
¿Un tercer ejemplo? Ahí va. Hoy está extendida por innumerables lugares la idea de que España perpetró un genocidio sobre la población india de América, es decir, que adoptó una política de exterminio deliberado de los indígenas. Pues bien: no hay ni una sola prueba material de que tal cosa ocurriera, más aún, hay pruebas de todo lo contrario, pese a lo cual la idea generalizada es que España, al llegar a América, se dedicó a matar a los indios. Luego hablaremos de esto más detalladamente.
Así, en fin, ha sobrevivido la leyenda negra. Y en su estela, los españoles hemos ido construyéndonos una imagen de nosotros mismos sencillamente abominable. Ojo: con esto no quiero decir que la Historia de España, nuestra Historia, no tenga aspectos lamentables. Sería necio oponer a la leyenda negra una especie de leyenda rosa. Pero, sencillamente, me parece importante subrayar que aquí, como en todo, lo importante es buscar lo verdad, o lo que más se acerque a ella. La Historia, en todos los tiempos, en todos los países y para todas las gentes, es un río de sangre, sufrimiento y dolor. Ahora bien, en ese río flotan millares de tesoros, y su lecho está lleno de pepitas de oro. Ver sólo la sangre es una manera de deformar la realidad; ver sólo los tesoros, sería una deformación equivalente.
Y bien, ¿de dónde han salido todas estas cosas? ¿Quién, cuándo y cómo pergeñó nuestra “leyenda negra”?
Quiero contarles, por si alguien no lo sabe, que este término, “leyenda negra”, fue acuñado en 1914 por Julián Juderías en un libro que se llamaba precisamente así, La leyenda negra, y él la definía como “el ambiente creado por los relatos fantásticos que acerca de nuestra patria han visto la luz pública en todos los países, las descripciones grotescas que se han hecho siempre del carácter de los españoles como individuos y colectividad, la negación o por lo menos la ignorancia sistemática de cuanto es favorable y hermoso en las diversas manifestaciones de la cultura y del arte, las acusaciones que en todo tiempo se han lanzado sobre España”. ¿Y quién hacia esas acusaciones? También eso lo sabemos, gracias sobre todo a Sverker Arnoldsson. La corriente, según parece, empieza en Italia entre los siglos XIV y XV, ante la presencia armada del Reino de Aragón; la disputa de poder allá generó una corriente de literatura popular donde los catalanes, los aragoneses, los españoles en general, eran descritos como auténticos monstruos. Cierto que, en otros niveles culturales, el sentimiento era distinto: Maquiavelo escribió su Príncipe, como todo el mundo sabe, a modo de homenaje a Fernando el Católico.
Después, en Alemania, bajo el efecto de la herejía protestante y las guerras de la Reforma, se extiende la literatura antiespañola en plumas como la de Hutten –que, más que antiespañol, era antilatino en general- y el propio Martín Lutero, el padre de la Reforma. Este Lutero decía que los españoles éramos –todos, colectivamente hablando- “ladrones, falsos, orgullosos y lujuriosos”. Nada menos. Y para más inri, descendientes de judíos todos nosotros y, por tanto, obra de Satán. Estas opiniones tan delicadas se extendieron mucho unos años más tarde, cuando comenzaron las guerras de la Reforma.
Luego –hacia 1567- viene la denuncia contra la Inquisición española, en la pluma del protestante español Reginaldo González. Es una historia interesante. Este Reginaldo era un dependiente de la Inquisición que fue expulsado del Santo Oficio y, despechado, se refugió en Alemania, se convirtió al luteranismo y escribió un libro donde revelaba los supuestos métodos de la Inquisición. Su libro corrió como la pólvora por todos los países protestantes: Inglaterra, Holanda, Alemania… Y al odio religioso se añade a finales del siglo XVI el odio racial: “Los españoles –escribe un tal Johann Fischer- comen pan blanco y besan mujeres rubias con mucho gusto, pero son tan negros como el rey Baltasar y su mono”.
Todas estas obras, que en realidad no superan el nivel de lo que podríamos llamar literatura popular, tenían una finalidad expresa: combatir al que, en aquel momento, era el mayor poder del mundo; un imperio donde, como es sabido, no se ponía el sol, que se extendía desde Filipinas hasta Flandes pasando por América y Nápoles, y que además había identificado su supervivencia con la catolicidad romana. El mejor ejemplo de la finalidad bélica de esta auténtica propaganda de guerra es la Apología de Guillermo de Orange, escrita en 1580, pieza de convicción muy importante en las guerras de Flandes. Esta Apología es muy interesante porque basta leerla someramente para descubrir la infinita cantidad de falsedades que alberga. A Felipe II nos lo pinta como incestuoso, bígamo, adúltero, asesino… todo a la vez.
¿Más piezas del puzzle? Las Relaciones de Antonio Pérez, aquel secretario de Felipe II que, sorprendido en flagrante venta de secretos de Estado, huyó a Francia y en 1598 publicó un violento alegato contra el rey, al que acusaba de haber ordenado el asesinato de Isabel de Valois, de su propio hijo el infante don Carlos y del secretario real Escobedo. Es interesante, porque en ninguna parte consta que Isabel de Valois fuera asesinada; y en cuanto al asesinato de Escobedo, fue, precisamente, cosa del propio Pérez. Respecto al infante Don Carlos, que murió cautivo, encerrado por su propio padre, un drama escrito por Schiller y, después, la ópera de Verdi lo han convertido en algo así como un héroe de la libertad frente a la opresión paterna, cuando lo cierto es que Don Carlos era un demente que exigía compartir el poder de su padre, Felipe II y, como no lo consiguió, pretendió dar un golpe de Estado en Flandes y proclamarse rey allá frente a la corona española. En fin…
Después, a lo largo de los siglos XVII y XVIII, iba a añadirse a la lista de monstruosos defectos de los españoles el analfabetismo, la ignorancia, la barbarie… Es interesante, porque los franceses, pocos años antes, robaban el diseño de la primera máquina de vapor, que precisamente era español: el invento de Jerónimo de Ayanz para desaguar las minas de Guadalcanal. Pero entre los enciclopedistas franceses, por ejemplo, era idea común que España no había aportado ni una sola cosa al acervo cultural de la humanidad. Hablo del célebre artículo “España” de la Enciclopedia Francesa, redactado por Masson de Mosvilliers, que dice así: “¿Qué se debe a España? Desde hace dos, cuatro, diez siglos, ¿qué ha hecho por Europa?”.
Durante siglos, España ganó todas las batallas, salvo la de la propaganda. La Leyenda Negra nació hacia 1560, cuando España combatía contra los ingleses y los rebeldes holandeses. El historiador norteamericano Philip Powell (California, 1913-1987) describe en La Leyenda Negra. Un invento contra España (Ed. Áltera) cómo surge esa campaña en el mismo siglo XVI y cómo se extiende por el mundo y perdura hasta hoy. El español el único pueblo del mundo que ha asumido las mentiras, las exageraciones y los insultos que sus enemigos han dicho sobre él. El primer paso para liberarnos de este peso es conocer la verdad. Para ello este libro es un arma fundamental. Vale la pena citar por extenso a Powell:
“Los conceptos hispanofóbicos que más han influido en la deformación del pensamiento occidental tuvieron su origen entre franceses, italianos, alemanes y judíos, y se propagaron de forma extraordinaria durante los siglos XVI y XVII, merced al vigoroso y múltiple empleo de la imprenta. A mayor abundamiento, las pasiones de la reforma protestante, mezcladas con los intereses antihispanos de Holanda e Inglaterra, contribuyeron a formar un ambiente propicio para el desarrollo del amplio y frondoso “árbol de odio” que floreció y se puso muy de moda en el mundo occidental durante la época de la Ilustración del siglo XVIII, cuando tantos dogmas de hoy tomaron forma clásica.
”La escala de los héroes de la anti-España se extiende desde Francis Drake hasta Theodore Roosevelt; desde Guillermo El Taciturno hasta Harry Truman; desde Bartolomé de Las Casas hasta el mexicano Lázaro Cárdenas, o desde los puritanos de Oliverio Cromwell a los comunistas de la Brigada Abraham Lincoln –de lo romántico a lo prosaico, y desde lo casi sublime hasta lo absolutamente ridículo-. Hay mucha menos distancia de concepto que la que hay de tiempo entre el odio anglo-holandés a Felipe II y sus ecos en las aulas de las universidades de hoy; entre la anti-España de la Ilustración y la anti-España de tantos círculos intelectuales de nuestros días.
”La deformación propagandística de España y de la América hispana, de sus gentes y de la mayoría de sus obras, hace ya mucho tiempo que se fundió con lo dogmático del anticatolicismo. Esta torcida mezcla perdura en la literatura popular y en los prejuicios tradicionales, y continúa apoyando nuestro complejo nórdico de superioridad para sembrar confusión en las perspectivas históricas de Latinoamérica y de los Estados Unidos. Sería suficiente esta razón para inducir al profesorado y otros intelectuales a promover y favorecer cuanto contribuya a eliminar los conceptos erróneos vigentes sobre España.
”Por lo general, la propaganda efectiva está dirigida por intelectuales que se entregan apasionadamente a una causa, o bien lo hacen por determinada recompensa –hombres familiarizados con los medios adecuados para moldear el pensamiento de los demás-. Esto es lo que a menudo ha sucedido con las propagandas anti-españolas, tanto en los tiempos pasados como en la actualidad. Por desgracia, esta entrega de líderes intelectuales a misiones propagandísticas, tanto en el curso de los siglos XVI y XVII como en el XX, ha determinado con frecuencia un excesivo éxito en la santificación del error. Cierto es que la Leyenda Negra ha tenido detractores de gran talla intelectual desde sus comienzos, pero no es menos cierto que tales refutaciones nunca han gozado del grado de difusión alcanzado por las mentiras destinadas a mover o manufacturar prejuicios populares. La erudita oposición a las falsas interpretaciones populares de los hechos históricos españoles ha estado circunscrita a círculos limitados, y el número de los bien informados sigue siendo reducido por falta de un vigoroso esfuerzo contrario”.
Powell describe muy bien cómo se constituyó el corpus de nuestra leyenda negra. Una buena parte de ella, por cierto, iba a provenir de América. Sobre esto escribió mucho y muy bien, hace ya muchos años, el argentino don Rómulo Carbia en su Historia de la Leyenda Negra hispanoamericana. Precisamente de ella nos ocuparemos después, porque es un perfecto ejemplo de cómo la leyenda negra, simplemente, deforma la verdad.
Hay historiadores españoles que dicen que la leyenda negra, en realidad, no existe; que todo es una proyección de los complejos de los propios españoles. “La imagen exterior de España tal como España la percibe”, según dice Carmen Iglesias. Desde el mayor respeto hacia Carmen Iglesias, Ricardo García Cárcel o Alfredo Alvar, que son algunos de los autores que niegan la existencia de la leyenda negra, creo que su posición es indefendible. Podemos estar de acuerdo en que no cabe reducir la percepción exterior de España a la leyenda negra, es decir, que no es verdad que todos los extranjeros nos vean como la leyenda negra nos pinta. Por supuesto: eso es así. Pero la existencia sostenida de una literatura antiespañola fuera de nuestro país es incuestionable. La leyenda negra existe. Es una realidad.
Hay una cita muy interesante, de procedencia insospechada, que es la definición de la “leyenda negra” por el American Council of Education. Es una cita de 1944, si no me he equivocado al transcribir la fecha, y dice así: “La leyenda negra es un término empleado por los escritores españoles para denominar al antiguo cuerpo de propaganda contra las gentes de la Península Ibérica que comenzó en la Inglaterra en el siglo XVI y ha sido desde entonces una conveniente arma para los enemigos de España y Portugal en las guerras religiosas, marítimas y coloniales de esos cuatro siglos”. Digo que es muy interesante porque el American Council of Education se vio forzado a dar esta definición, precisamente, por el sesgo antiespañol de cuantiosos materiales educativos norteamericanos, que llegaban hasta la caricatura; eran materiales educativos completamente deformados por la leyenda negra.
Es natural que los norteamericanos se hayan vuelto muy sensibles con este asunto. Al fin y al cabo, a ellos ha empezado a pasarles también: ya tienen su propia leyenda negra en la estela de su hegemonía mundial. Sobre eso reflexionaba precisamente P.H. Powell. Powell no sólo destruye la leyenda negra antiespañola, sino que además reivindica los logros objetivos de los españoles en su Historia. Es un libro que hay que leer. Y recuerda que a Norteamérica le va a pasar lo mismo.
Y bien, ¿qué hay de verdad y de mentira en la leyenda negra? O más bien: ¿Hasta qué punto podemos estar seguros de que la leyenda negra miente? Podemos estar seguros absolutamente. Y al respecto querría traer aquí unos cuantos ejemplos, todos ellos procedentes de la leyenda negra americana, que es la que más parece haber calado en la opinión pública española, hasta el extremo de que algunas de estas falsedades circulan por nuestros propios libros de texto.
En lo que concierne a la conquista y evangelización de América, la leyenda negra es especialmente atroz: España hizo un genocidio en América, redujo a los indios a la esclavitud y la Inquisición los torturó hasta la muerte. ¿Qué hay de verdad y qué de mentira? Veámoslo.
En toda leyenda hay un fondo de verdad. Lo que pasa es que, después, esa verdad se deforma, generaliza hechos concretos y aislados, los adorna con otros hechos imaginarios y así se termina construyendo una visión falsa de la realidad. Eso es lo que ha pasado con la leyenda negra española en América. Con el agravante –y quiero insistir en eso- de que hoy son muchos los españoles que la aceptan a pies juntillas. Por supuesto que los españoles cometimos abusos: no vamos –ya digo- a cambiar una leyenda negra por una leyenda rosa. Pero debe quedarnos claro que las tres imputaciones de la leyenda negra –genocidio, esclavitud, inquisición- son falsas. Las veremos una por una.
Empecemos por el genocidio. La acusación dice así: los españoles exterminaron a decenas de millones de indios. El 12 de octubre de 2005, la agencia oficial argentina Télam emitía un texto donde aseguraba que “con la llegada de los conquistadores se inició un exterminio que arrasó con 90 millones de pobladores de la región y quebró el desarrollo cultural de este lado del Atlántico (…) El mayor genocidio de la historia”.
¿En qué se basa esta acusación? Se basa en datos que proceden de la propia época. Luego veremos que son datos equivocados, pero durante mucho tiempo se consideraron indiscutibles. Uno, muy concreto, son los censos de población india realizados por los españoles en el siglo XVI, que reflejan una reducción brutal del número de nativos. Por ejemplo, los taínos de Santo Domingo pasaron de 1.100.000 en 1492 a apenas 10.000 en 1517. Es decir, en un cuarto de siglo había prácticamente desaparecido la población precolombina de Santo Domingo y las Antillas. ¡Un millón noventa mil muertos en sólo veinticinco años! Esas cifras se extrapolaron después al resto del continente. Sorprende que un número exiguo de españoles fuera capaz de matar a tanta gente en tan poco tiempo, pero, al fin y al cabo, hay un testimonio de la época que lo afirma con toda claridad: el del dominico Fray Bartolomé de las Casas, que contrapone la mansedumbre de los indios a la crueldad de los españoles. Así lo denunció Las Casas al rey de España:
“En estas ovejas mansas entraron los españoles como lobos y tigres y leones crudelísimos de muchos días hambrientos. Y otra cosa no han hecho de cuarenta años a esta parte, sino despedazallas, matallas, angustiallas, afligillas, atormentallas y destruillas por nuevas y varias maneras de crueldad, en tanto grado que habiendo en la isla Española sobre tres cuentos de ánimas que vimos, no hay hoy de los naturales della doscientas personas. (…) Una vez vide que, teniendo en las parrillas quemándose cuatro o cinco principales y señores (y aun pienso que había dos o tres pares de parrillas donde quemaban otros), y porque daban muy grandes gritos y daban pena al capitán o le impedían el sueño, mandó que los ahogasen; y el alguacil, que era peor que verdugo, que los quemaba, no quiso ahogarlos, antes les metió con sus manos palos en las bocas para que no sonasen, y atizóles el fuego hasta que se asaron despacio como él quería. Y porque algunas veces, raras y pocas, mataban los indios algunos con justa razón y santa justicia, hicieron ley entre sí que, por un cristiano que los indios matasen, habían los cristianos de matar cien indios”.
Los españoles, en una generación, han matado a más de quince millones de indios, dice fray Bartolomé. Unas líneas más adelante, en ese mismo texto, el buen dominico multiplica esa cifra por dos.
Irrefutable, ¿no? Pues no. Primero, las cifras del genocidio son imposibles: ¿Noventa millones de muertos en un siglo y pico a manos de sólo 200.000 españoles, que más no fueron los que pasaron a América? Eso cuadra mal. ¿Un millón de muertos en poco más de veinte años, en un solo sitio, las Antillas, y en el siglo XVI, a base de ballesta y arcabuz? Es impracticable, sobre todo si tenemos en cuenta que, al mismo tiempo, los Reyes Católicos habían dado órdenes muy estrictas de tratar bien a los indígenas. Por otro lado, ¿quién hizo el censo? ¿Son fiables esas cifras? Respecto a Las Casas, ¿por qué denuncia tantos crímenes y, sin embargo, nunca dice dónde ni cuándo se produjeron, como tampoco da el nombre del criminal? ¿Y por qué da unas cifras y después, a medida que se va calentando, va subiendo el número de muertos sin temor a la contradicción?
Y además, si esto pasó en América, ¿por qué no pasó en Filipinas, donde no hay noticia de genocidio alguno? Aún peor: Las Casas logró su objetivo y en 1547 la Corona prohibió el sistema de encomiendas, que según fray Bartolomé era la causa de las muertes, pero los indios siguieron muriendo. No sólo eso, sino que por dos veces se le autorizó a construir una especie de “república de indios”, que era lo que él reclamaba, y las dos veces sus asentamientos fueron atacados por los propios indios.¿Por qué? ¿Qué pasa aquí? Nada encaja. Vamos a explicar lo que pasó de verdad.
Primero, el asunto de la población. Directamente: los censos de la época no valen. Eso lo ha defendido recientemente una norteamericana, Lynne Guitar, de la Universidad de Vanderbilt, que fue a Santo Domingo a estudiar la historia de los taínos y se quedó allí: hoy es profesora del Colegio Americano en Santo Domingo. Y la profesora Guitar descubrió que los censos no es que no sean fiables, sino, más aún, que son inútiles: cuando un indio se convertía al cristianismo y vivía como un español, o más aún si se mestizaba, dejaba de ser censado como indio y era inscrito como español. Y si luego venía otro funcionario con distinto criterio, entonces volvía a ser inscrito como indio, y así hay casos de ingenios de azúcar donde los indios pasan de ser unos pocos cientos a ser 5.000 en sólo dos años, y después la cifra decrece radicalmente para, de repente, volver a aumentar. Para colmo, los encomenderos –los españoles que regentaban tierras y explotaciones- mentían en sus censos, porque preferían trabajar con negros, a los que podían esclavizar, que con indios, cuya esclavitud estaba prohibida por la Corona, de manera que sistemáticamente ocultaban las cifras reales. Es decir que las cifras censales de los indios en América, en el siglo XVI, son papel mojado.
¿Cuántos indios había realmente en América? Según los cálculos de Rosemblat, que siguen siendo los más serios, la población total de la América indígena no pasaba de los 13 millones desde el Canadá hasta la Tierra del Fuego. Les recuerdo la nota de la agencia oficial argentina TELAM, hace un par de años: “un genocidio de 90 millones de indios”. Jamás hubo tantos.
¿Mentía entonces fray Bartolomé al hablar de aquel exterminio? Quizá no a conciencia. Las Casas vio graves casos de crueldad. Y vio también muertos, muchos muertos. Era fácil conectar una cosa con otra. Pero hoy sabemos que la gran mayoría de aquellos muertos, que sin duda se contaron por cientos de miles, fueron causados por los virus, algo que ningún español del siglo XVI podía conocer. También sobre esto hay estudios incontestables. Desde muy pronto se pensó en la viruela; se cree que la introdujo en América un esclavo negro de Pánfilo de Narvaéz, hacia 1520, y se sabe que hizo estragos en Tenochtitlán. Cuando Pizarro llegó al Perú, encontró que la población estaba diezmada por la viruela mucho antes de que ningún español hubiera asomado por allí la nariz: el virus había viajado por selvas y cordilleras a través de los animales.
(La viruela, por cierto, la habían introducido en España los árabes en el siglo VIII, cuando la invasión. A ellos se la habían pasado los persas, según parece. Entre 740 y 750 causó una enorme mortandad en el Valle del Duero. ¿Más sobre la viruela? En 1803, la corona española promovió la primera expedición sanitaria internacional precisamente para llevar a América la vacuna contra la viruela. Millones de personas salvaron la vida. Pero eso, evidentemente, no cabe en la leyenda negra).
Volvamos al tema: los virus. Estudios posteriores, como el del doctor Francisco Guerra, señalan sobre todo a la gripe porcina, la llamada “influenza suina”, como causante de la mortandad indígena a principios del XVI. El hecho es que los indígenas americanos, que habían vivido siempre aislados del resto del mundo, recibieron de repente y en muy pocos años el impacto combinado de todos los agentes patógenos difundidos por los buques europeos, sus cargamentos, sus animales, sus pasajeros. Hace poco, un investigador de la Universidad de Nueva York, Dean Snow, precisaba que la gran mortandad no tuvo lugar en el siglo XVI, sino después, cuando empezaron a llegar niños, es decir: tosferina, escarlatina, paperas, sarampión; fue letal. Del mismo modo que el primer establecimiento español en América, el fuerte Navidad, fue diezmado por las fiebres, así también los indios, en gigantescas proporciones, fueron diezmados por los virus. Virus que sus cuerpos desconocían y que no pudieron resistir. ¿Recordamos algún caso más reciente? Entre los años 1918 y 1919, la llamada “gripe española” causó la muerte de más de treinta millones de personas en todo el mundo. Lo de América no fue inusual.
De manera que hubo, sí, una mortalidad mayúscula de indios en América, pero no fue un genocidio. Un genocidio requiere que haya voluntad de exterminio. Eso no pasó en la América española. Y aunque hubo encomenderos brutales, no hubo genocidio. Quede claro.
¿Hubo encomenderos brutales? Sí, y esto nos lleva al segundo punto de la leyenda negra, a la segunda acusación, que es la de la esclavitud: los españoles esclavizaron a los indios. Que también es falsa. ¿Por qué los españoles no podían esclavizar a los indios? Lo dijo la reina Isabel en su testamento: a los indios había que llevarles la fe y tratarlos como a cristianos. Por eso no se los podía esclavizar. Eso sí, póngase usted en la piel de cualquier español del siglo XVI que pasa a América: ha arriesgado su vida, ha conquistado tierras y se encuentra con que no puede tener esclavos. ¿Cómo que no? ¿Por qué? Todos tienen esclavos: los portugueses, los árabes; pronto los ingleses, los holandeses, los franceses. No valoramos suficientemente el enorme impacto psicológico que debió de ser aquella prohibición en una época donde la esclavitud seguía siendo una institución social vigente. Pero Carlos I lo subrayó con toda claridad en las Leyes de Indias:
“En conformidad de lo que está dispuesto sobre la libertad de los Indios, es nuestra voluntad, y mandamos, que ningún Adelantado, Governador, Capitan, Alcaide, ni otra persona de cualquier calidad, en tiempo de paz o guerra, sea ossado de cautivar Indios naturales de nuestras Indias, y Tierra Firme del Mar Océano, descubiertas ni por descubrir, ni tenerlos por esclavos (…) Y asimismo mandamos que ninguna persona, en guerra ni fuera de ella, pueda tomar, aprehender, ni ocupar, vender, ni cambiar por esclavo á ningún Indio, ni tenerle por tal, aunque sea de los Indios que los mismos naturales tienen entre sí por esclavos, so pena de que si alguno fuere hallado que cautivó ó tiene por esclavo algún Indio, incurra en perdimiento de todos sus bienes, y el Indio ó Indios sean luego restituidos a sus propias tierras y naturalezas, con entera y natural libertad, á costa de los que assi los cautivaren o tuvieren por esclavos. Y ordenamos á nuestras Iusticias, que tengan especial cuidado de lo inquirir, y castigar con todo rigor, según esta ley, pena de privación de sus oficios, y cien mil maravedís para nuestra Cámara al que lo contrario hiziere, y negligente fuere en su cumplimiento”.
Esto no era papel mojado. La crónica está plagada de casos en los que no sólo encomenderos, sino también funcionarios reales de alto nivel, fueron investigados por la Justicia, apresados, conducidos a España, juzgados, encarcelados e incluso ejecutados por los abusos cometidos. La protección de los indios no era una mera declaración de intenciones. La pregunta, eso sí, es por qué tuvo que actuar tantas veces la justicia. Y es que a la gente de aquel tiempo debió de costarle mucho entender las normas sobre el particular. De hecho, toda la historia del siglo XVI en América puede escribirse como una pugna permanente entre quienes querían tratar a los indios como esclavos, que no fueron pocos, y quienes velaron continuamente para impedirlo. Y lo impidieron.
Tanto lo impidieron, que Carlos I, hacia 1550, hizo algo único en la Historia de la humanidad: ordenó detener todas sus conquistas hasta tener la certidumbre de que lo que estaba haciendo era, moralmente, aceptable. Y así convocó la célebre Controversia de Valladolid, en la que por cierto participó fray Bartolomé de las Casas, donde sabios humanistas examinaron el derecho de España a conquistar las Indias. Entre otras cosas, aquella discusión fue el germen del concepto de derechos humanos. Es otra cosa que, naturalmente, nunca va a contar la leyenda negra.
¿Cuál fue la verdad? La verdad es que los indios fueron sometidos a un régimen de servidumbre semejante al que se aplicaba en Europa. Un régimen verdaderamente durísimo, con jornadas eternas y una retribución miserable. Hoy nos parecería insoportable, y lo era: es difícil saber cuántos indios –seguramente, miles- murieron exhaustos en las encomiendas o, después, en las minas. Pero no eran esclavos: eran libres y podían disponer de sus vidas. Las leyes, año tras año, rey tras rey, lo garantizaron una y otra vez. Precisamente por eso comenzó la importación de esclavos negros, vendidos por los mercaderes árabes y por las tribus africanas. ¿Por qué podía esclavizarse a los negros y no a los indios? Porque ya venían esclavos de origen, pero eso es otra historia. Lo que ahora debe quedar claro es que los indios no fueron esclavizados. La leyenda negra, por tanto, miente.
No se podía esclavizar a los indios porque eran cristianos. ¿Lo eran de verdad? Esto nos lleva al tercer punto de la leyenda negra española en América: que la Inquisición torturó a los indios para convertirlos a la fe. Es falso.
La conversión de los indios fue obra, sobre todo, de misioneros franciscanos; luego –muy pronto- llegaron jesuitas y dominicos. Todos ellos nos han dejado testimonios elocuentes del aprecio en que tenían a los indios y de la facilidad con la que éstos se convirtieron. Era comprensible: las religiones amerindias estaban muy vinculadas a su orden político y social autóctono; cuando se derrumbó, la gran mayoría de los indios aceptó la fe cristiana sin gran esfuerzo, máxime desde el momento en que eso garantizaba, por ley, ser tratado como un hombre libre.
Hubo algunos focos de resistencia que se convirtieron en otras tantas rebeliones de indios, generalmente en torno a un cacique; pero no fueron muchas y se limitaron a zonas geográficas muy concretas. Y hubo también muchos indios que siguieron cultivando ciertas prácticas tradicionales, sobre todo de tipo curativo o ritual, y la Iglesia, con frecuencia, hacía la vista gorda. Es curioso descubrir que, en estos casos de prácticas curativas según ritos indígenas, a quien se castigaba no era al indio, sino al español que se sometía a ellas. Por ejemplo, en 1624 la Inquisición, procesó a un tal Hernán Sánchez Ordiales, beneficiado de Coalcomán en Michoacán –un clérigo-, por “haberse curado con una india de sortilegios de hechicero”.
La Inquisición, por supuesto, pasó a América, pero sus acciones no se dirigieron contra los indios, sino contra los mismos que la sufrían en Europa y que habían acudido al nuevo continente tratando de eludirla: los judíos –sobre todo, de origen portugués- y los protestantes, en general franceses u holandeses. Pero también, ojo contra cristianos viejos incursos en causas de blasfemia, clérigos de conducta escandalosa, etc. Contra los indios actuó rarísimas veces. Uno de los casos más sonados fue el del cacique Don Carlos de Texcoco, hacia 1539, y la gravedad de la pena –la muerte- fue tan desmedida que escandalizó a la propia Inquisición.
(Porque la Inquisición, hay que explicarlo ahora, no era una policía ni un servicio de seguridad ni nada por el estilo. Era un tribunal que prescribía determinados tipos de procedimiento de investigación –eso significa inquisición- y cuyas resoluciones, después, en su caso, ejecutaba el brazo secular, o sea, el Estado, la Corona).
Fue precisamente este caso del cacique Don Carlos el que llevó a la Inquisición a prohibir expresamente que se hiciera nada contra los nativos. ¿Por qué? Porque eran “neófitos en la fe” y no tenía sentido exigirles ortodoxia. Y así lo estableció una instrucción del Santo Oficio firmada por don Carlos de Sigüenza:
“Se os advierte que por virtud de nuestros poderes no habéis de proceder contra los indios del dicho vuestro distrito, porque por ahora, hasta que otra cosa se os ordene, es nuestra voluntad que sólo uséis de ellos contra los cristianos viejos y sus descendientes y las otras personas contra quien en estos Reinos de España se suele proceder; y en los casos en que conociereis iréis con toda templanza y suavidad y con mucha consideración, porque así conviene que se haga, de manera que la Inquisición sea muy temida y respetada y no se dé ocasión para que con razón se le pueda tener odio. Y porque para que la buena administración de la justicia y recto ejercicio del Santo Oficio, conviene que lo contenido en la dicha instrucción se guarde y cumpla, os mandamos que veáis los dichos capítulos y guardéis, cumpláis y ejecutéis todo lo en ellos juzgado. Testimonio de lo cual mandamos dar, y dimos la presente, firmada de nuestro nombre, sellada con nuestro sello y refrendada del Secretario de la General Inquisición”.
O sea que la leyenda negra miente: la Inquisición prohibió perseguir a los indios.
Esta es la realidad de la leyenda negra española en América. No hubo genocidio en América: hubo una mortandad gigantesca por los virus que entraron en el continente; habrá casos de brutalidad y abusos de los españoles, pero no fueron la causa de la catástrofe demográfica. Tampoco hubo esclavitud de indios en América: hubo un régimen de servidumbre muy duro, como el que había en Europa, que con ojos de hoy nos resulta intolerable; pero no hubo esclavitud. Ni la Inquisición, en fin, torturó a los indios: ella misma lo había prohibido. La leyenda negra española en América es falsa. No podemos evitar que otros la propaguen, pero los españoles debemos saber la verdad.
Y sin embargo, la propia cultura española está atiborrada de invectivas contra España; invectivas que lo que hacen es, sin más reflexión, dar por buena la leyenda negra. Por ejemplo, Muñoz-Torrero, primer diputado (liberal) que habló en las Cortes de Cádiz: “La libertad de pensar y de escribir perecieron con la Inquisición”. Es curioso, pero el pensamiento y la literatura españoles nunca han alcanzado nivel más alto que en la época que este caballero denunciaba, nuestros siglos de oro. Otro liberal, el poeta Quintana, veía en El Escorial “el padrón sobre la tierra de la infamia del arte y de los hombres”. Quintana debía de ignorar que en El Escorial, además de sus evidentes cualidades técnicas y estéticas, estuvo la mayor biblioteca privada de Europa –hasta que se quemó- y uno de los laboratorios científicos más avanzados del mundo en el siglo XVI. Otro diputado decimonónico del ala progresista, Romero Ortiz, masón, describía a los españoles del XVI como “muchedumbres embrutecidas que acudían al resplandor de las hogueras del Santo Oficio”. No reparó este caballero, seguramente, en que la Inquisición, en toda su historia, llevó al cadalso a bastante menos gente que los sucesivos golpes liberales del XIX. Y a finales de ese mismo siglo, un buen conocedor de la Historia –de la Historia que cuentan otros, al parecer-, como Emilio Castelar, decía que “no hay nada más espantoso, más abominable que aquel imperio español que era un sudario que se extendía sobre el planeta”.
Así entró la leyenda negra en el ánimo de los españoles. Traída por los españoles. Es verdad que desde finales del XIX, primero con Canovas y después con Menéndez Pelayo, entre otros, el panorama empezó a cambiar. Incluso cambió demasiado, porque, por una reacción pendular muy típicamente española, numerosos autores empezaron a construir una suerte de leyenda rosa que tampoco había por dónde cogerla.
¿Y hoy dónde estamos? Hoy estamos en la peor de las situaciones, que es la ignorancia. Cada vez más gente sabe cada vez menos cosas sobre nuestra propia historia. De eso tiene la culpa los programas de enseñanza, demasiado centrados en asignaturas de tipo “técnico”, orientadas no hacia el conocimiento, sino a una supuesta rentabilidad. Y además tenemos un problema específicamente nuestro, que ha llegado con las comunidades autónomas: la creación de discursos históricos particularistas –frecuentemente, vulnerando la verdad- para legitimar el poder de la casta política en cada comunidad. Entrar aquí, en todo caso, nos sacaría del tema.
¿Conclusión? Esta: no levantaremos cabeza, colectivamente hablando, mientras no seamos capaces de mirar nuestra identidad con sosiego, y nuestra identidad consiste, entre otras cosas, en una Historia excepcional. La leyenda negra es su peor enemigo, o mejor dicho: el hecho de que los españoles nos la creamos es nuestro peor enemigo Escrito por José Javier Esparza, extraído de: http://www.josejavieresparza.es/news/sobre-la-leyenda-negra-anti-espanola/
En el discurso público español se ha extendido, hasta hacerse casi incontestable, la idea de que la inmigración es algo positivo. Todas las virtudes se le atribuyen: genera riqueza, ensancha la cultura mediante el contacto con gentes de otras tierras, eleva la sociedad a través del mestizaje… Se diría que la inmigración es un bien en sí misma. Pero las violencias desatadas sucesivamente en varias ciudades europeas, así como los estragos causados por la crisis económica en los últimos años, demuestran lo absurdo de este prejuicio. La inmigración no es, en sí, ni un bien ni un mal, en la medida en que estos conceptos proyectan un juicio de valor moral. La inmigración es un fenómeno de carácter económico y geográfico. Por sí solo, carece de significación moral; será positivo o negativo según sus consecuencias. Puede ser positivo si una sociedad se hace globalmente mejor gracias a ella. Pero, en origen, no puede considerarse “bueno” en modo alguno, porque nadie podrá considerar “bueno” que millones de personas se vean obligadas a abandonar su hogar por falta de expectativas. Y al contrario, la inmigración puede ser un fenómeno fuertemente negativo si, al cabo de pocas generaciones, se convierte en un factor de conflicto social por causa de minorías inasimilables. Hay que deshacer ese interesado equívoco que consiste en atribuir valores morales a un fenómeno socioeconómico. La inmigración no es un bien en sí. ¿Acaso no podría hablarse de un derecho a no emigrar? Y la inmigración, mal gestionada, puede desplegar efectos negativos en las sociedades de acogida.
2. La acogida de inmigrantes implica obligaciones a largo plazo.
Cuando una sociedad opta por suplir sus carencias de mano de obra con ciudadanos venidos de otros países, tiene que ser consciente de que contrae obligaciones que van mucho más allá de lo económico. No basta con garantizar los derechos socioeconómicos elementales a una generación de trabajadores. La experiencia demuestra que el retorno de los inmigrantes a su lugar de origen es un hecho poco frecuente: la causa de la inmigración es el desorden económico crónico en determinadas zonas del planeta, y precisamente ese carácter crónico hace difícil que el emigrante retorne voluntariamente a un país sumido en la misma situación que le hizo salir de allí. Lo más común es que el emigrante intente asentarse en su lugar de destino, fundar una familia e incluso traer consigo a sus allegados. Todo eso crea obligaciones importantes a la sociedad de acogida. Hay que pensar también en las generaciones siguientes, en los hijos y nietos de esta primera generación inmigrante. Lo cual requiere del Estado cálculos complejos que han de incorporar variables sociales y culturales, no sólo el beneficio para el Mercado. Ningún Estado debería acoger a más residentes de los que es físicamente capaz de sostener en su sistema laboral, en su sistema de enseñanza, en su sistema sanitario. La restricción podrá juzgarse poco solidaria, pero ¿es más solidario condenar a una generación de hijos de inmigrantes al paro, al analfabetismo funcional, a la delincuencia? Por otra parte, la responsabilidad del Estado no se dirige a los seres humanos en su conjunto, sino, en primer lugar, a los propios conciudadanos. Son ellos los que, al cabo, sufren las consecuencias de una generación de inmigrantes poco o nulamente integrada, como sucede hoy en buena parte de Europa. Es cuestión de responsabilidad.
3. Integrar es transformar.
La integración de los inmigrantes es el imperativo bajo el que nuestras sociedades actúan a la hora de gestionar la afluencia de población alógena. Esta política de integración despliega distintos mecanismos de protección y apoyo cuya orientación general podría resumirse con una fórmula simple: “que se sientan como en casa”. Lo cual pasa por arbitrar medidas (asistencia sanitaria, cobertura laboral, etc.) que rápidamente se convierten en derechos individuales. Y es justo que así sea, pues los derechos serán tanto más eficaces cuanto más sean vistos bajo el signo de la equidad. Ahora bien, nadie obtiene derechos a cambio de nada. Los derechos son contrapartida de deberes civiles: pagar impuestos, respetar la ley, etc. Y la asunción personal de esos deberes, su interiorización, es básica para que todos los grupos sociales se reconozcan en el mantenimiento de la sociedad, para que todos se sientan parte de un mismo proyecto de convivencia. De manera que toda integración, para ser efectiva, debe atender primeramente a la transformación del que llega, debe lograr que el nuevo ciudadano ponga en un lugar secundario sus leyes de origen y acepte como insoslayables las nuevas obligaciones. Esta operación puede implicar que el Estado, la sociedad, impongan al inmigrante renuncias en el plano de la cultura cotidiana, de las formas de vida. Pero en eso consiste la transformación. Y si no se quiere imponer tales renuncias, si no se desea ejercer sobre el inmigrante la coacción inherente a todo orden legal, entonces habrá que pensar formas de convivencia distintas a la integración; formas en las que el inmigrante pueda mantener sus costumbres, sus usos, quizás incluso sus leyes, en el marco de un orden social que puede tolerar su existencia (siempre y cuando no amenace el orden colectivo), pero del que, en consecuencia, no podrá formar parte como ciudadano de pleno derecho. Hace pocos años nadie se atrevía a plantear las cosas así; hoy, por el contrario, es ya una urgencia.
4. El Mercado no lo es todo.
El fenómeno de la inmigración, en la Europa contemporánea, tiene un origen enteramente económico: se trata de masas humanas que han llegado atraídas por la promesa de la prosperidad y que nuestros países, a su vez, han acogido gustosamente porque el inmigrante representa una mano de obra poco exigente. Es, pues, el Mercado el que ha alentado la inmigración, y él es quien ha obtenido los rendimientos directos de este proceso. Ahora bien, en una sociedad hay cosas más importantes que el beneficio económico y que el funcionamiento del sistema de producción. Nadie discutirá que vivir en una sociedad rica es mucho más agradable que hacerlo en otra pobre, pero tampoco nadie discutirá que no es sensato ser rico a toda costa y a cualquier precio, convertir la riqueza en horizonte único de la vida colectiva. La supervivencia de la propia sociedad debe ser un límite a las pretensiones del Mercado. Una sociedad –toda sociedad- se apoya en equilibrios delicados que exigen un cierto grado de acuerdo sobre principios, valores, lo cual sólo es posible si existe un grado de correspondiente de homogeneidad, al menos en el plano cultural. Ese es el verdadero contenido de la expresión “cohesión social”: una sociedad está cohesionada cuando se ve a sí misma como una globalidad unida por ciertas cosas comunes. Y si las necesidades del Mercado ponen en riesgo la cohesión social –es decir, ese acuerdo básico sobre unos principios comunes-, entonces habrá que subordinar el Mercado a consideraciones de orden superior.
5. El orden es un presupuesto de la justicia.
No es posible hablar de justicia social allá donde no existe un elemental orden público. Si el orden es injusto, puede aspirarse a un trastorno que lo sustituya por otro, pero la ausencia permanente de orden nunca es compatible con la justicia. Las primeras víctimas de la alteración del orden público son siempre los más débiles; por eso el orden es un imperativo social, incluso más que político. Y si los responsables del orden desertan de sus obligaciones sociales, entonces la injusticia se enquista. Los disturbios que hoy se han hecho ya habituales en nuestras ciudades son la culminación de un proceso de deterioro de la legalidad atestiguado desde hace décadas. La ley lleva años inhibiendo su rigor en ciertas zonas suburbanas: primero, la policía se abstuvo para no contravenir dogmas “políticamente correctos”; después, porque la desidia terminó haciendo esos barrios simplemente ingobernables. Al calor de ese desorden tolerado por el Estado han crecido guetos, mafias, tribus urbanas que han desplegado un clima perenne de preguerra civil. Los enfrentamientos entre musulmanes y judíos han sido noticia cotidiana, como las agresiones “anti-blancas” por parte de grupos de musulmanes y africanos; con frecuencia estas agresiones terminan provocando llamamientos públicos de diversas personalidades. Estas cosas son “noticia cotidiana” o, más exactamente, han sido noticia cotidianamente ocultada, porque los medios de comunicación se han impuesto una férrea autocensura de carácter ideológico. Desde hace años, nuestros medios de comunicación (en esto los pioneros fueron los franceses), cuando informan sobre un delito cometido por algún individuo perteneciente a una minoría étnica, no hablan de “un magrebí” o de “un senegalés”, sino de “un joven”; hasta el punto de que el ciudadano entiende perfectamente quiénes son los “jóvenes”, dado que los blancos, por lo general, son citados sin ocultar su filiación. Así se ha alimentado un proceso semejante a un circuito cerrado: la policía abandona los barrios marginales, en éstos crece la violencia, los medios la camuflan “para no provocar racismo”, de modo que el problema se cierra sobre sí mismo. El resultado ha sido un estado de permanente desorden. Pero, al final, tolerar el desorden equivale a estimular la violencia y la injusticia. No cabe justicia (social) si no hay un orden (justo) que la garantice.
6. Es preciso contener al Islam en Europa.
Aunque la agitación no es producto directo de la fe en el Islam, es innegable que el radicalismo islámico está jugando un papel importante no sólo en episodios bien conocidos como los de París, sino también en las violencias que, en distinto grado, vienen produciéndose en la periferia de otras muchas ciudades desde hace años. Los temas del fundamentalismo islámico parecen haberse convertido en banderín de enganche para una segunda (incluso tercera) generación de inmigrantes, de origen magrebí o subsahariano, desarraigados, que a través del Islam canalizan su agresividad. El hecho de que ese islamismo sea un pretexto político o social, más que una convicción propiamente religiosa, no altera el fondo del problema; más aún cuando las propias organizaciones cercanas al islamismo radical en Europa, como el MRAP (paradójicamente, “Movimiento contra el Racismo y por la Amistad entre los Pueblos”), suben a la misma ola. Es una evidencia que la religión islámica se ha convertido en un agente de desestabilización: ya sea a través de la persecución religiosa, como en Indonesia o Pakistán; ya sea a través del terrorismo, como en los atentados de Nueva York, Madrid o Londres; ya sea a través de la agitación social, como en el caso de París o Amberes. El Islam y su entorno se están manifestando como una fuente directa de peligro para la paz. Por bien intencionados que sean algunos de sus líderes oficiales, la agitación fundamentalista corre como pólvora entre los musulmanes. Sería suicida no tomar medidas severas de control para contener un fenómeno que el propio Islam “formal” reprueba. Tales medidas de control no pueden limitarse a un repertorio de tipo policial, sino que también deben ahondar en las razones que vienen haciendo al Islam incompatible con la vida en las sociedades occidentales. El modelo de integración multicultural ha fracasado en Holanda, como recientemente constataba Paul Scheffer; el modelo “republicano” ha fracasado en Francia, como hemos podido constatar todos. En ambos casos, la causa del fracaso es la irreductibilidad del fundamentalismo religioso-político de cuño musulmán. Parece obvio que ese fundamentalismo debe ser combatido y, cuando menos, neutralizado.
7. Cosmópolis no es viable.
Durante el último medio siglo, nuestras sociedades occidentales se han construido bajo el modelo teórico de una Cosmópolis de cuño universalista, inspirada por los valores –modernos- del individualismo y el igualitarismo abstractos. Han (hemos) tratado de hacer realidad el viejo sueño moderno del cosmopolitismo, es decir, una sociedad universal y homogénea, de individuos iguales, sin especificidades culturales ni religiosas, donde cada cual atienda a su propio interés utilitario, apenas atemperado por vagas invocaciones a la solidaridad con cargo a los presupuestos de la protección oficial. En este proyecto cosmopolita han venido a coincidir tanto las derechas liberales como las izquierdas socialdemócratas. Pues bien, hoy ese sueño de la Cosmópolis moderna se está manifestando como una atroz pesadilla. No funciona ni siquiera en los Estados Unidos, viejo baluarte del melting-pot donde, supuestamente, todos caben. Y es que, sencillamente, no es posible gobernar a los hombres como si fueran átomos individuales, iguales en cualquier parte, intercambiables sobre cualquier suelo, modelados bajo un único patrón cultural. Cosmópolis no es viable. Las sociedades occidentales parecen pensar que su proclamado universalismo es realmente una propuesta de construcción social universal, apta para todos, con la que todos pueden –deben- alinearse. No es verdad: el universalismo, entendido como cosmopolitismo, es una creación específicamente occidental y moderna, sólo inteligible en nuestros parámetros de civilización. Y del mismo modo que no podemos sensatamente esperar que todo el mundo se organice, sin resistencias, a nuestra imagen y semejanza, así tampoco podemos esperar que todos los hombres que llegan a nuestras sociedades, vengan de donde vengan, se conviertan a nuestro sistema de civilización.
8. Europa necesita recobrar la conciencia de sí misma.
¿Y cuál es nuestro sistema de civilización? Esa es posiblemente la primera pregunta que deben responder unos europeos que, en general, parecen haber abandonado cualquier idea sobre el propio ser para abrazar un tipo de vida exclusivamente económica. Los debates en torno al proyecto de Constitución Europea fueron suficientemente elocuentes: aquel texto, tan prolijo en reglamentaciones, sin embargo obliteraba toda definición de Europa, de modo que lo mismo podía servir para la UE que para cualquier otro espacio del planeta. Y esa es la misma Europa que ahora pretende defenderse –por ejemplo, de una inmigración refractaria a la integración- sin saber ya qué es exactamente lo que quiere defender, salvo el mobiliario urbano. El principal problema que aqueja hoy a Europa no es económico, político o militar: es cultural. Mal podremos enarbolar principios, invocar la integridad de nuestras culturas y la cohesión de nuestras sociedades, si ignoramos quiénes somos, qué herencia traemos y por qué vivimos juntos; si limitamos todo nuestro horizonte a una frágil acumulación de bienestar. Europa necesita una decisión sobre sí misma que señale proyectos comunes, marque límites a su realidad física, geográfica –política-, y le permita reconocerse en su propia identidad. Eso afecta a Europa en su conjunto, a cada nación europea en particular y a todos los ciudadanos europeos en general. Cuando es el propio sistema de convivencia el que se pone en cuestión, es porque las verdaderas preguntas habitan en estratos aún más hondos. Las respuestas son ya urgentes.
Muy buenas señores y señoras, chicas y chicos; perdón, chicos y chicas, que al parecer el femenino no puede ponerse delante. Pero bueno, alguno tiene que ir primero supongo… Negros y negras, perdón, personas de color y ‘personos’ de color, no se me vaya a tachar de racista. Judías y judíos, pero no los judiones con jamón sino los de la religión, sin faltar a los judíos de hueso ancho claro, o de gran envergadura eh, que quede claro. Homosexuales y homosexualas, travestises y transexualesas… y ya no sé ni lo que estoy diciendo. Una verdadera estupidez, ¿verdad? Pues como estamos con ésto de la ideología de género y el tema del ‘sexismo’ y del yugo patriarcal intolerante del machismo, vamos a tratar de profundizar en el tema del supuesto ‘machismo’ del castellano como lengua. Porque sí, efectivamente existe. Por supuesto. Lo primero, destacar que ésto, sí que tiene que ver mucho con el género, lo que es el ‘género’ de verdad, el artículo que precede a cada palabra, que son eso… palabras. Puede que tenga que ver. No como la ideología de ‘género’ o la violencia de ‘género’. Los seres humanos, las personas como tales, no tenemos género, como mucho tenemos sexo. Género tiene como mucho la palabra que acoge el significado de ‘hombre’ o ‘mujer’, y su género es él o la. ¿Hasta aquí bien? Superado este error de ‘inculticia’ bestial seguimos… ah sí, lo del lenguaje. Está de moda eso de ponerle una ‘a’ a todo oficio que se nos presente para abarcar de esta manera tanto a hombres como mujeres. La intención es buenísima. Y estoy completamente de acuerdo con ella, con la intención, ya que el castellano posee desgraciadamente detalles sexistas que echan literalmente a la mujer de nuestro habla. Pero la idea es completamente errónea. De hecho, es tan sexista como con lo que quieren acabar. Como si una ‘a’ o una ‘o’ representasen a todo un ‘sexo’. La palabra no es más que un conjunto de letras, fonemas y sonidos, que representan a algo más grande; la palabra no es nada comparado con el significado que cada uno le de. ‘Alma’ termina en ‘a’ y no tiene sexo, pero sí genero, porque es una palabra, que es el masculino. Eso no significa que solo los hombres tengan alma. Sino que simplemente se dice el ‘alma’, aunque algún tonto habrá que lo atribuya a una ideología que pretende imponerse frente a la mujer. La ‘lengua’ tiene género femenino (la palabra, los músculos no tienen género) y no por ello tienen solo lengua las mujeres, o solo tienen el don de la palabra ellas. ¿Qué quiere decir ésto? Pues que la ‘jueza’ está jodidamente mal dicho. No solo ortográficamente, sino que es un ataque a la mujer sin reparos, que fomenta la desaparición de la mujer en el castellano. Sí, lo es. ‘Juez’, aunque lo relacionemos directamente con un hombre (en el término que se refiere al sexo masculino) engloba también a una mujer. Porque hay mujeres que efectivamente son ‘juez’. Claro que sí, igual que medicos, abogados y taxistas, y no hay ningún problema en ello. El problema viene cuando uno interpreta que ‘juez’ es por narices una persona de ‘sexo’ masculino. El problema no es que no se pueda decir ‘jueza’, el problema es que hubo un tiempo en el que no había jueces femeninos. Tiempo que ya ha terminado y que está siendo superado. El problema viene cuando tú necesitas especificar que ese ‘juez’ es mujer diciendo ‘jueza’. Porque de ahí surge la cuestión, ¿es que no pueden haber ‘jueces’ mujer? El problema no está en el castellano sino en su uso. El uso correcto sería, en este caso, dar por hecho, que un juez también puede ser mujer. Por ejemplo, en un titular de prensa: “El juez dictó sentencia”. El juez tiene que ser por cojones un hombre. No. Porque en el párrrafo posterior reza: “El juez Pepita Pérez, tras escuchar todos los testimonios de los…” Eso crearía en nuestro cerebro el razonamiento, “coño claro, también hay jueces mujer… igual que hombres”. Eso es igualdad queridos lectores. Porque de esta manera os ponemos a la altura de todos. Porque una palabra no puede ofenderte, pero sí una persona. Son las personas las que pueden utilizar erróneamente el lenguaje desprestigiando a todo un colectivo y echando del habla a, por ejemplo, muchos trabajadores españoles. Sí. A muchas Pepita Pérez, a María, a Ana, a Lucía, a Inés, a Sandra, a Gloria, a Carmen… ¿Lo ves? En este mismo párrafo se entiende que estoy hablando a la mujer sin que por ello lo haya especificado. ¿Os habéis dado cuenta? Lectores, sois también las chicas, no hace falta especificar, nos sois menos que mis lectores masculinos… sino iguales. Porque ‘todos’ también sois vosotras, una letra no representa a un sexo por ser letra, sino por su uso. Porque las mujeres, también sois personas, y no hace falta especificarlo, o tendría que haberlo señalado… ¿personasas? Dentro de un colectivo también hay mujeres aunque el género de la palabra ‘colectivo’ sea masculino… pero no su sexo. Porque en él hay personas de ambos sexos. Y las mujeres también son ‘españoles’ y por supuesto trabajan, igual que los hombres; o al menos deberían poder hacerlo de la misma manera y tener las mismas facilidades que los hombres, como todos los ‘trabajadores’. Y de hecho… no por ser mujeres, sino porque somos todos personas. “Somos todos personas”. Tú también, Beatriz, Rocío, Celia, Leticia, Pilar, Bárbara, Mónica, Teresa…
El Popular 1 es algo más que un magazine de Cultura Rock… es una auténtica vivencia y a su vez crónica de lo más genuino y también en ocasiones alternativo de la música y cultura popular de nuestro tiempo. Una pequeña joya en forma de humilde revista que me precio seguir desde hace años. En el especial que sacaron con motivo de su número 500 tuvimos la oportunidad y el honor de colaborar. Se nos pidió que escribiéramos una reseña personal e íntima de algún disco que hubiera sido especialmente significativo para nosotros. El escogido fue el mítico “Filosofem” de BURZUM. Hemos querido compartir dicha reseña en nuestro blog…
When night falls, she cloaks the world in impenetrable darkness. A chill rises from the soil and contaminates the air suddenly… life has new meaning. “Súbitamente… la vida adquiere un nuevo significado”. Corría el año 1996, la cultura rock parecía haber quedado traumatizada por los desgarros rabiosos a la par que apesadumbrados del Grunge y su capítulo final, la muerte de Kurt Kobain. Pero desde una cárcel noruega, el hijo pródigo del Black Metal publicaba su disco y su canción más emblemática. Una consigna para mantenerse en pie llegada la Noche… “La oscuridad que cubre el Mundo será la ocasión propicia para un nuevo comienzo”. El bosque, los árboles silenciosos, solemnes y sabios… los arroyos a sus pies y un cielo encapotado. Una luz final, inmortal y eterna tras el fuego y la tormenta. El Rock sería también una forja del alma para mantenerse en pie en un mundo en ruinas y cabalgar el tigre en un mundo donde Dios ha muerto… El Espíritu es Inmortal e Invencible. Seguir su llamada es el verdadero argumento de la vida… Son muchas las cosas que pueden decirse sobre este disco, esta canción, Burzum y Varg Vikernes. Pero a mí personalmente me gusta vivirlo así… En aquella época escuche incontables ocasiones está canción y este disco tan difícil como fascinante, con esas atmosferas oscuras y mágicas, es las que vagamente intuía una llamada a la Fuerza Interior. La vida burguesa apesta y un mundo sin Espíritu es triste y desolado, pero en dicha oscuridad subyace invulnerable la Llama Indeleble y el Fuego Secreto. La Raza del Espíritu hace revivir esa llama en su alma y ésta alumbra su camino. Más allá de la “leyenda y personaje de Varg Vikernes y Burzum”, ésta es a mí parecer la clave que puede aportar Filosofem y sobre todo su himno: Dunkelheit.
Así lo digo y así lo ofrezco a quien quiera reencontrarse con este clásico del Rock y el Metal. Allá donde la melancolía y el ánimo apesadumbrado pueden transmutarse en fuerza, dignidad y juramento de Sol Invictus y acero… Extraído de la web de Gonzalo Rodríguez "La Forja y la Espada": http://gonzalorodriguez.info/juramento-sol-invictus-acero/
“Quien con monstruos lucha cuide de convertirse a su vez en monstruo. Cuando miras largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti.” Who fights with monsters should look out for at the same time not to become one. And if you look long into an abyss, the abyss also looks into you. - Friedrich Nietzsche -
The Basics Pagans may be trained in particular traditions or they may follow their own inspiration. Paganism is not dogmatic. Pagans pursue their own vision of the Divine as a direct and personal experience. The Pagan Federation recognizes the rich diversity of traditions that form the body of modern Paganism. In a brief introductory booklet, it is not possible to describe each and every one. Rather than attempt this, the pages in this section – links are on the left hand side of this page contain an introduction to six examples of major Pagan traditions. This is not an exhaustive list, but these six traditions provide a good overview of modern Pagan practice. A suggested reading list is also available. Some authors see the emergence of Paganism in the twentieth century as a revival of an older Pagan religion and describe all the above traditions as Neo-Pagan. This term is also used to describe all those who are recognisably Pagan, but who do not adhere to any of the above traditions per se.
A definition of a Pagan: A follower of a polytheistic or pantheistic nature-worshipping religion. A definition of Paganism: A polytheistic or pantheistic nature-worshipping religion.
What Paganism Is Paganism is the ancestral religion of the whole of humanity. This ancient religious outlook remains active throughout much of the world today, both in complex civilisations such as Japan and India, and in less complex tribal societies world-wide. It was the outlook of the European religions of classical antiquity – Persia, Egypt, Greece and Rome – as well as of their “barbarian” neighbours on the northern fringes, and its European form is re-emerging into explicit awareness in the modern West as the articulation of urgent contemporary religious priorities. The Pagan outlook can be seen as threefold. Its adherents venerate Nature and worship many deities, both goddesses and gods. Nature – Veneration The spirit of place is recognised in Pagan religion, whether as a personified natural feature such as a mountain, lake or spring, or as a fully articulated guardian divinity such as, for example, Athena, the goddess of Athens. The cycle of the natural year, with the different emphasis brought by its different seasons, is seen by most Pagans as a model of spiritual growth and renewal, and as a sequence marked by festivals which offer access to different divinities according to their affinity with different times of year. Many Pagans see the Earth itself as sacred: in ancient Greece the Earth was always offered the first libation of wine, although She had no priesthood and no temple.
Polytheism: Pluralism and Diversity The many deities of Paganism are a recognition of the diversity of Nature. Some Pagans see the goddesses and gods as a community of individuals much like the diverse human community in this world. Others, such as followers of Isis and Osiris from ancient times onwards, and Wiccan-based Pagans in the modern world, see all the goddesses as one Great Goddess, and all the gods as one Great God, whose harmonious interaction is the secret of the universe. Yet others think there is a supreme divine principle, that “both wants and does not want to be called Zeus”, as Heraclitus wrote in the fifth century BCE, or which is the Great Goddess Mother of All Things, as Isis was to the first century CE novelist Apuleius and the Great Goddess is to many Western Pagans nowadays. Yet others, such as the Emperor Julian, the great restorer of Paganism in Christian antiquity, and many Hindu mystics nowadays, believe in an abstract Supreme Principle, the origin and source of all things. But even these last Pagans recognise that other spiritual beings, although perhaps one in essence with a greater being, are themselves divine, and are not false or partial divinities. Pagans who worship the One are described as henotheists, believers in a supreme divine principle, rather than monotheists, believers in one true deity beside which all other deities are false. The Goddess Pagan religions all recognise the feminine face of divinity. A religion without goddesses can hardly be classified as Pagan. Some Pagan paths, such as the cult of Odin or of Mithras, offer exclusive allegiance to one male god. But they do not deny the reality of other gods and goddesses, as monotheists do. (The word ‘cult’ has always meant the specialised veneration of one particular deity or pantheon, and has only recently been extended to mean the worship of a deified or semi-divine human leader.) By contrast, non-Pagan religions, such as Judaism, Christianity and Islam, often abhor the very idea of female divinity. The (then) Anglican Bishop of London even said a few years ago that religions with goddesses were ‘degenerate’!
Other Characteristics The many divinities of Pagan religion often include ancestral deities. The Anglo-Saxon royal houses of England traced their ancestry back to a god, usually Woden, and the Celtic kings of Cumbria traced their descent from the god Beli and the goddess Anna. Local and national heroes and heroines may be deified, as was Julius Caesar, and in all Pagan societies the deities of the household are venerated. These may include revered ancestors and, for a while, the newly dead, who may of may not choose to leave the world of the living for good. They may include local spirits of place, either as personified individuals such as the spirit of a spring or the house’s guardian toad or snake, or as group spirits such as Elves in England, the Little People in Ireland, Kobolds in Germany, Barstuccae in Lithuania, Lares and Penates in ancient Rome, and so on. A household shrine focuses the cult of these deities, and there is usually an annual ritual to honour them. The spirit of the hearth is often venerated, sometimes with a daily offering of food and drink, sometimes with an annual ritual of extinguishing and relighting the fire. Through ancestral and domestic ritual a spirit of continuity is preserved, and by the transmission of characteristics and purposes from the past, the future is assured of meaning. So, not all Pagan religion is public religion; much is domestic. And not all Pagan deities are humanoid super-persons; many are elemental or collective. We are looking at a religion which pervades the whole of everyday life. One consequence of the veneration of Nature, the outlook which sees Nature as a manifestation of divinity rather than as a neutral or inanimate object, is that divination and magic are accepted parts of life. Augury, divination by interpreting the flight of birds, was widespread in the ancient world and is in modern Pagan societies, as is extispicy, divination by reading the entrails of the sacrificed animal, itself a larger scale version of divination by reading the tea-leaves left in a teacup. As well as reading the signs already given by deities, diviners may also actively ask the universe to send a sign, e.g., by casting stones to read the geomantic patterns into which they fall, by casting runes or the yarrow stalks of the I Ching. Pagans usually believe that the divine world will answer a genuine request for information. Trance seership and mediumship are also used to communicate with the Otherworld. Magic, the deliberate production of results in this world by Otherworld means, is generally accepted as a feasible activity in Pagan societies, since the two worlds are thought to be in constant communication. In ancient Rome a new bride would ceremonially anoint the doorposts of her new home with wolf’s fat to keep famine from the household, and her new-born child would be given a consecrated amulet to wear as a protection against harmful spirits. The Norse warriors of the Viking age would cast the magical ‘war fetter’ upon their enemies to paralyse them, and Anglo-Saxon manuscripts record spells to bring healing and fertility. Specialist magical technologists such as horse-whisperers and healers are common throughout Pagan societies, but often the practice of magic for unfair personal gain or for harm to another is forbidden, exactly as physical extortion and assault are forbidden everywhere. Modern Paganism With its respect for plurality, the refusal to judge other ways of life as wrong simply because they are different from one’s own, with its veneration of a natural (and supernatural) world from which Westerners in the age of technology have become increasingly isolated, and with its respect for women and the feminine principle as embodied in the many goddesses of the various pantheons, Paganism has much to offer people of European background today. Hence it is being taken up by them in droves. When they realise that it is in fact their ancestral heritage, its attraction grows. Democracy, for example, was pioneered by the ancient Athenians and much later reinvented by the Pagan colonisers of Iceland, home of Europe’s oldest parliament. Our modern love of the arts was fostered in Pagan antiquity, with its pageants and its temples, but had no place in iconoclastic Christianity and Islam. The development of science as we know it began in the desire of the Greeks and Babylonians to understand the hidden patterns of Nature, and the cultivation of humane urbanity, the ideal of the well-rounded, cultured personality, was imported by Renaissance thinkers from the writings of Cicero. In the Pagan cities of the Mediterranean lands the countryside was never far from people’s awareness, with parks, gardens and even zoos, all re-introduced into modern Europe, not by the religions of the Book, and not by utilitarian atheists, but by the Classically-inspired planners of the Enlightenment. In the present day, the Pagan tradition manifests both as communities reclaiming their ancient sites and ceremonies (especially in Eastern Europe), to put humankind back in harmony with the Earth, and as individuals pursuing a personal spiritual path alone or in a small group (especially in Western Europe and the European-settled countries abroad), under the tutelage of one of the Pagan divinities. To most modern Pagans in the West, the whole of life is to be affirmed joyfully and without shame, as long as other people are not harmed by one’s own tastes. Modern Pagans tend to be relaxed and at ease with themselves and others, and women in particular have a dignity which is not always found outside Pagan circles. Modern Pagans, not tied down either by the customs of an established religion or by the dogmas of a revealed one, are often creative, playful and individualistic, affirming the importance of the individual psyche as it interfaces with a greater power. There is a respect for all of life and usually a desire to participate with rather than to dominate other beings. What playwright Eugene O’Neil called “the creative Pagan acceptance of life” is at the forefront of the modern movement. This is bringing something new to religious life and to social behaviour, a way of pluralism without fragmentation, of creativity without anarchy. Here is an age-old current surfacing in a new form suited to the needs of the present day. From: http://www.paganfederation.org/what-is-paganism/