jueves, 22 de diciembre de 2016

Relato sobre el Solsticio de invierno

El campesino caminaba pesadamente sobre la profunda nieve. Su corpulenta silueta se destacaba, negra, sobre el blanco azulado de su paisaje invernal y sobre el estrellado cielo de la noche. El hombre que le acompañaba era delgado y demacrado. Dejaba flotar al viento su abrigo de piel y avanzaba tan ágilmente que habriese dicho que acababa de salir de la adolescencia. El cortante frío que había hipnotizado y petrificado el páramo y el bosque no parecía afectarle, pues su chaleco de lana estaba entreabierto. De vez en cuando, con su mano izquierda rascaba su barba gris en la que su aliento se condensaba en pequeños cristales. Detrás de los hombres, a una cierta distancia, como es debido por el respeto a la edad, seguía "Eib", el hijo mayor del campesino. Levaba, igual que los otros, sus armas: la larga espada, la daga y la lanza. Llevaba su escudo a la espalda, y de su cadera derecha colgaba una trompa artísticamente labrada, conservada desde generaciones y transmitida de padres a hijos. 

Los caminantes atravesaron en silencio las colinas en las que estaban inhumados sus antepasados. Es allí donde reposan reyes y príncipes, que, antaño, habían sido poderosos y cuyos cantores celebraron el valor guerrero. El viejo era también un iniciado que erraba de granja en granja contando historias y que «sabía más que su brevario». Eib vió que el hombre canoso, cuando pasaba delante de un gran túmulo saludaba con su lanza. ¿Acaso, en el transcurso de esta marcha solitaria, dialogaba en secreto con los muertos? 

El joven campesino se acordó de las historias que el comerciante de cabello oscuro, procedente del sur, le había contado.Allí habría pueblos que evitaban el recuerdo de los muertos porque tenían miedo de los difuntos. Al recordarlo, Eib meneó la cabeza, ¿Por qué temer a los muertos cuando, a pesar de todo, seguían formando parte del clan? ¿Acaso los lazos que unen las generaciones no se remontan tan lejos que nadie conoce su origen, y que continuarán a través de generaciones futuras en un porvenir del que nadie conoce el fin? ¿Acaso no habían trasmitido los muertos su patrimonio a los vivos como un legado sagrado que debía ser respetado? 

El hombre del sur había hablado de fantasmas y demonios, de seres inquietantes en cuyos cuerpos vivían los muertos, de seres que jugaban a un juego macabro con los hombres, pensando tan solo en perjudicarles y traerles la desgracia. ¿Tanto habría cambiado la muerte a los padres que reposaban en estas colinas? Increíble no, ¡imposible! El joven joven campesino respondía a su propia pregunta. Quién había sido natural en vida no podía ser diferente en la muerte. Quién había trabajado por el porvenir de su clan y de su pueblo no podía, una vez sus cenizas enterradas en el seno de la tierra, convertirse en enemigo de su propia familia, de su propia raza. 

Es posible que los pueblos del sur, espantaran a los vivos en el curso de la noches solitarias. Los hombres de cabellos oscuros eran tan diferentes, de un carácter tan sombrío; tal vez sus muertos eran diferentes de los nuestros. El joven campesino resolvió interrogar de ello al anciano de cabello gris, huésped de su padre desde hace algunos días. Sabía que este hombre tan delgado había visitado muchos países y muchos pueblos. 

Los tres hombres habían llegado ya del páramo que era el objetivo de su viaje. La glacial noche parecía haberse serenado. Los círculos formados por bloques verticales Macizos aparecían netamente y el campesino y su invitado se acercaban a ellos. Se detuvo ante un bloque en medio del circulo. Aquella piedra tenía un plano sacante que parecía apuntar a un punto de la bóveda celeste. Con un gesto tranquilo apartó la capa de la nieve que recubría la superficie de la piedra. 

Sabía que tenía que hacer. Había venido a este lugar desde hacía varios años, con su padre, en la época del solsticio, tanto en verano como en invierno. Se volvió hacía el norte, avanzó entre dos círculos de piedras hasta un tercero en el centro del cual dos bloques se levantaban, cerca uno del otro. Quitó cuidadosamente la nieve que lo cubría como un manto y volvió junto a su padre. Mientras tanto, este había inspeccionando atentamente el cielo y se había vuelto luego hacía el sudeste donde brillaba una débil claridad anunciando el alba de un nuevo día. El sur se fue volviendo cada vez más claro mientras el norte dormitaba aún bajo el azul más sombrío. 

Entonces el campesino levantó la mano: «Ha llegado la hora» dijo solemnemente. «La estrella del día (Aktur) se inclina hacía la tierra». Se arrodilló detrás del menhir de manera que la arista viva de su superficie plana no hiciera más que un trazo ante su ojo. Este trazo parecía pasar entre la estrecha brecha entre los dos bloques del otro círculo y alcanzar la brillante estrella que relucía justo por encima del horizonte. Luego se levantó y cedió su sitio al viejo que, con el mismo cuidado, contempló a través de la brecha la estrella que cada vez más iba desapareciendo en el vapor del norte a medida que el cielo se iba aclarando en el sur. 

«Tienes razón» (Constató el más delgado), La estrella del día se esconde en la dirección que anuncia la fiesta: dentro de tres día celebraremos la mitad del invierno. 

El viejo se levantó y, a una señal del padre, tomó la trompa de Eib, la llevó a sus labios y lanzó sobre el páramo una señal tradicional. Sonó tres veces y tres veces resonó la llamada. Los hombres aguzaron entonces sus oídos en la naciente mañana. Poco después, la llamada recibió una respuesta. Se había oído el sonido de la trompa en los pueblos lindantes con el páramo y ahora parecía que por todas partes resonaban las trompas, que retomaban la llamada y repercutían de granja en granja, anunciando la fiesta del solsticio en la que se reunirían al cabo de tres días los clanes y las gentes de los pueblos. 

Alineados por clanes y pueblos, los hombres bien armados, como si se tratara de una batalla, las mujeres con su mejor indumentaria y todas sus joyas, rodeaban todos la alta colina del Thing sobre la que ardía un gran fuego. Las llamas se elevaban en la noche que envolvía la tierra. Los ancianos de los clanes se acercaron al fuego y escucharon, como sus compañeros de clan, las palabras pronunciadas por el canoso anciano, explicando otra vez el significado de la ceremonia. 

El joven Eib había oído a menudo al padre hablar de esta piedra, pero le había parecido no comprender hasta ahora el significado de estas palabras tradicionales. Ahora, El huésped del campesino, que todos veneraban y cuya sabiduría reconocían, hablaba del orden eterno que rige el cielo y la tierra, el Sol y las estrellas, los árboles, los animales y los hombres. El símbolo secular de este orden eterno es el curso del Sol. En invierno, se hunda cada vez más profundamente en el seno de la tierra. Reencuentra la tierra madre que le da de nuevo la vida y remonta cada vez más arriba en el cielo hasta el ida del solsticio. Una muerte y renacimiento eterno. 

Oyó hablar al anciano: «La muerte no es el fin de la vida, es el principio de un nuevo devenir. El Sol hace surgir una nueva vida en el seno de la Tierra. La hierba y las flores, las hojas y los árboles verdean y florecen de nuevo. La joven semilla brota, el ganado se fortalece en el páramo, una nueva generación crece en las granjas. El año de los hombres transcurre como el año solar del crecimiento. La nieve de los cabellos pesa sobre los ancianos, pareja a la nieve en los campos. Pero como renace la luz, renace también generación tras generación. La llama que honramos como imagen del Sol y a la cual confiamos el cuerpo de los muertos, purifica e ilumina. Libera el alma de lo que es mortal y la conduce de nuevo a un renacer en la luz eterna. Lo que sale del seno de la madre no cesa jamás, como jamás se detiene la naturaleza que cumple su ciclo de la misma manera que el sol».

Eib meditaba todavía estas palabras cuando hacía tiempo que el anciano había callado. Alrededor del luminoso fuego, constantemente alimentado por algunos jóvenes, las muchachas iniciaban su ronda. Serían madres y darían vida, como el seno de la tierra a las plantas y a los animales. Tres mujeres se separaron del círculo. Iban de clan en clan ofreciendo algunos regalos. 
«-¿Sabes que significaban aquellas mujeres?» oyó Eib murmurar cerca de él. 
Miró alrededor y vio los claros ojos del anciano. 
«- Estas tres mujeres son las Nornas, dijo la voz del anciano. Urd, Werdandi y Skuld. Urd, la anciana que reposa en el suelo. Werdandi, el presente, la sangre que late en nuestras arterias. Skuld, el deber, ese destino que cada ser lleva consigo y que se transforma en falta cuando se le deroga y se le desobedece».

La ronda de los danzarines había crecido sus pasos y sus gestos mimaban el juego del bien y del derecho contra el mal y la maldad. Luego vinieron unas figuras disfrazadas que simbolizaban la lucha entre la luz y las tinieblas, y detrás de ellas, un ruidoso grupo que, a cada chasquido de látigo, estrépito y alboroto echaba al invierno a fin de que el grano se convirtiera en hierba verde y que todas las criaturas terrestres estuvieran en buena salud. 

El estricto orden de los clanes y los pueblos se relajó: por un lado los viejos, reservados y taciturnos, por otro lado los jóvenes, alegres, cuyas primeras parejas, habiéndonse prometido durante las tibias noches del verano, se abrazaron saltando por encima de las llamas. 

Cuando llegó la mañana, los clanes se reunieron otra vez y alumbraron sus antorchas en la llama del fuego del solsticio de invierno que moría, con objetivo de reanimar en sus hogares a los muertos. El campesino, por su parte, se volvió hacia sus compañeros de clan, cuidando cuidadosamente la llama que portaba. 

Eib sabía que los compañeros se encontrarían arriba, en la sala, la comida a punto. Volvió, detrás de los suyos, hacia la granja, apretando a escondidas el brazo de la joven que había escogido desde hacía mucho tiempo, con la cual había saltado por encima de las llamas y que, siguiendo la vieja costumbre, llevaba a la granja que el un día heredaría. Ligado a la naturaleza y a la Tierra, como todos los campesinos del Norte, se había unido en esa noche de las madres a la que llevaría sus hijos y prolongaría el clan. Lo que no era más que un símbolo sería pronto la vida, como mandaba el orden eterno. Una viva alegría llenaba su corazón cuando pensaba que su promesa de matrimonio sería convalidada por los miembros del clan en la gran sala, en casa, ante el nuevo fuego del hogar y bajo la rama verde, símbolo de eterna vida y de los inmensos árboles que se elevan hacia el cielo. Los compañeros del clan no se opondrían a la felicidad que la llama del solsticio del de invierno había ya bendecido. 

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Apegados como eran nuestros antepasados a la naturaleza, veían en estas fiesta del solsticio de invierno la ley divina de la muerte y del nacimiento. 
La noche de las madres, noche sagrada, era, más que cualquier otra, la fiesta del clan, tal como es, aún hoy, la más sagrada y majestuosa de las fiestas familiares. ¿Cuando encendemos las luces del árbol, sabemos todavía que son el símbolo de la luz y de la vida que se renueva eternamente? ¿Cuando estamos reunidos alrededor del pino verde, nos acordamos de que nuestros antepasados veían en él el símbolo de la continuidad de nuestra raza? ¿Sabemos aún que tenemos ante nosotros el gran árbol cuyas raíces reposan en el pasado, cuyo tronco representa la vida intensa y las ramas se elevan hacia el cielo, hacia el porvenir? 

Los viejos cuentos y las costumbres de todos nuestros antepasados pueblos arios dan fe de lo que representaba esta fiesta para ellos. Necesitamos prestar mucha atención para participar de esta vieja sabiduría.



Extraído de Parabellum Spain: https://vk.com/parabellumspanien?w=wall-116614656_481

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